Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

domingo, 6 de abril de 2014

PIGMALION

Pigmalión era rey de una colonia fenicia en Chipre, como describe Ovidio en sus Metamorfosis. Bien convencido de que la maldad hace nido en el corazón de toda mujer, bien porque no encontrase compañera que respondiese a sus expectativas, Pigmalión vivía célibe. Tal vez fuese uno de esos individuos a los que Marañón puso como prototipo a Amiel: destinado a la soltería por no encontrar la mujer ideal capaz de enamorarle. Cuando, de repente, Pigmalión se decidió a poner en práctica sus cualidades de artista y comenzó a fabricar una figura femenina de marfil, con la intención de dotarla de tal perfección como no se hubiese visto nunca en mujer de carne y hueso. El marfil era el material que los antiguos consideraban el más afín a la carne humana; de hecho, las estatuas de los dioses se hacían de marfil con ropajes de oro (crisoelefantinas). Pigmalión logró su propósito tan completamente que la estatua pareció adquirir vida. No tardó en enamorarse de su obra y con ello el deseo de poseer aquel cuerpo que besaba y acariciaba y al que le hablaba como si pudiera escucharle. En el día de la fiesta de Afrodita Pigmalión pidió a la diosa que insuflase vida a su muñeca de marfil, y las señales que recibió le confirmaron el éxito de su invocación. Pigmalión corrió a su casa a abrazar a su obra, infundiéndole calor y venciendo su rigidez al amasarla y modelarla con sus dedos, como la cera ablandada por los rayos del sol, para adaptarla a su conveniencia. La historia tuvo un final feliz, ya que la estatua vivificada (nombrada Galatea en fecha desconocida) dio a luz una niña que se llamó Paphos, y así se llamaría la isla de Chipre, lugar de nacimiento de Afrodita.
Ernest Normand,
Pigmalión y Galatea, 1886

La historia de Pigmalión ha sido ampliamente transmitida y representada en las artes y las letras a través de los siglos, principalmente desde el Renacimiento: pintura, escultura,  literatura (poemas, novelas, obras teatrales), música, ópera, ballet y, finalmente, cine. Generalmente como inspiración de obras, a veces apenas disfrazadas, otras casi irreconocibles, y en cantidades tan ingentes que haría falta un tratado enciclopédico para dar cuenta de tan abultada descendencia. Sobre todo desde el siglo XIX, en el que el mito se populariza de forma imparable, pero adoptando unos caracteres psicológicos diferenciados de los anteriores claramente adheridos al mito clásico. Es el siglo de la revolución industrial y científica, del movimiento Romántico, que utilizará a Pigmalión como escusa para ahondar en sus propios anhelos y visión del mundo.En 1818 se publica Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. La idea surge en unas vacaciones de la autora en el lago Lemán, en compañía de su marido el poeta Shelley, Lord Byron y el médico Polidori (véase la película Remando al viento de Gonzalo Suárez, 1988). Es una novela de terror gótica, propia del Romanticismo. Pero la idea básica es la creación de la vida a partir de la materia inerte, como en el mito clásico. El científico Frankenstein crea su criatura monstruosa a partir de fragmentos de cadáveres diseccionados y le insufla vida gracias a la electricidad captada de un rayo canalizado a través de sus aparatos. La electricidad, como ciencia, estaba en sus albores, y eran frecuentes las teorías científicas extravagantes, pero aceptadas, que le atribuían la facultad de generar vida espontáneamente o de revivir cuerpos ya inertes (recuérdese el experimento de Galvani de la contracción de la pata de rana al ser sometida a una corriente eléctrica). El ser creado por el científico escapa a su control y crea alarma y rechazo en la humanidad, que lo repudia por su aspecto monstruoso. Esto le lleva a una serie de crímenes, para, finalmente, perecer, al igual que su creador. Aquí podemos atisbar reminiscencias roussonianas, en el sentido de que el hombre sería por naturaleza bueno y la sociedad lo pervierte. La mayor diferencia con el mito clásico no radicaría entre la bella Galatea y el monstruo de Frankenstein, sino entre la intervención de la divinidad (Afrodita) para dar vida a aquella y la del científico para dar vida a éste mediante la ciencia, aún no despegada del todo de la magia y la alquimia. El final no es feliz como en el mito clásico, y plantea una cuestión de moral científica como la creación y la destrucción de vida y la arrogancia del hombre en su rivalidad con el Dios creador. De hecho, el subtítulo de la obra, El moderno Prometeo nos remite al mito griego según el cual, Prometeo, el creador de la humanidad, que creó el hombre a partir de la arcilla, y transmisor de todas las arte útiles, robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres, cosa que Zeus le había negado. Como castigo Zeus encadenó a Prometeo en una montaña, donde un buitre le arrancaba trozos del hígado, suplicio que no terminaba nunca porque el hígado volvía a crecer. El de Prometeo sería otra elaboración del mito de la separación entre la humanidad y la divinidad, por medio del conocimiento, y el castigo que ello acarrea. Frankenstein se puede considerar, pues, una alegoría de la perversión que puede traer el desarrollo científico y del uso irresponsable de la tecnología.
El mismo siglo siente pasión por el maquinismo y, en concreto, por los autómatas, capaces de imitar a los humanos mediante mecanismos sofisticados, o sea, imitadores de vida. Incluso eran mostrados en espectáculos ambulantes. En 1817 (nótese la simultaneidad con Frankenstein) se publica el relato de terror gótico de Hoffmann El hombre de la arena o El arenero (Der Sandmann). Se narra la historia de Nathanael, que se enamora de una autómata, Olimpia, creada por el profesor Spalanzani, creyendo que era real. Desde su niñez, en Nathanael habían persistido reminiscencias relacionadas con la muerte de su padre y vinculadas a la leyenda del arenero. El arenero era la amenaza con que se atemorizaba a los niños que se portaban mal, en cuyo caso venía y arrojaba arena a sus ojos, arrancándoselos y llevándoselos a sus hijos que se los comían a picotazos (una especie del hombre del saco). De sus fijaciones infantiles también persistían inconscientemente las visitas de un tal Coppelius a su padre, cuya muerte, como consecuencia de sus experimentos, es asociada por Nathanael con Coppelius y a éste con el arenero. Coppelius ya perseguirá siempre a Nathanael de forma psicótica. Ya como estudiante, se encuentra con un óptico ambulante italiano, Coppola, que le ofrece “ojos” en su lenguaje imperfecto (otra vez el arenero). El terror infantil que le domina se desvanece cuando comprende que lo que le ofrece son gafas. Pero le compra un catalejo con el cual espía la casa vecina del profesor Spalanzani, y es cuando se enamora de la bella Olimpia, que no es más que una muñeca automática y que Coppola ha provisto de ojos. El estudiante presencia una disputa en la que Coppola se lleva la muñeca y el profesor recoge los ojos “ensangrentados” de Olimpia del suelo. Esto se junta con los recuerdos de la muerte del padre, del supuesto causante de su muerte Coppelius y de la leyenda del arenero, cayendo en una crisis de locura. Con posterioridad, Nathanael se arrojará de lo alto de una torre a la que se había subido, al divisar, por el anteojo, la figura de Coppelius entre la gente aglomerada abajo. Una variación del siniestro cuento de Hoffmann es el ballet Coppelia del músico Léo Delibes, estrenado en 1870. La historia trata de un inventor, el Doctor Coppelius que tiene una muñeca danzante de tamaño real, tan realista, que un pueblerino se enamora de ella dejando a su verdadero amor. Pero aquí, la historia tiene, en cambio, un carácter festivo y superficial.
                               
Como se ve, el siglo XIX se inaugura con una inmersión en lo siniestro. Es una consecuencia del advenimiento del Romanticismo, movimiento fundamentalmente anglo-alemán. En él se produce una alteración radical del concepto de Belleza, caracterizada ésta por el orden, la armonía, la mesura, lo limitado y la proporción, y se pasa a la categoría estética de lo Sublime, que Kant explorará en su Crítica del juicio, haciendo compatible la infinitud y la desmesura con la perfección. El sentimiento doloroso, mezcla de angustia y temor frente a la desmesura de la Naturaleza, se torna en placer por la aprehensión de lo informe y desmedido por medio de la Razón kantiana y en virtud de la sensibilización de lo infinito. Ese fondo ideológico de Kant es el que el Romanticismo tratará de elevar a categoría artística. La Belleza será ya la encarnación de lo infinito en lo finito. Esa divinidad velada, que desde el abismo, desde el corazón de las tinieblas se nos asoma, se revela como lo siniestro. En alemán siniestro se dice unheimlich, que es el antónimo de heimlich, que significa lo íntimo, familiar, hogareño, confortable, pero heimlich también significa secreto, oculto, misterioso, clandestino, y de estas acepciones ya no es antónimo. Lo siniestro sería a la vez unheimlich y heimlich. Sería algo que fue familiar y llegó a ser inhóspito, algo que al revelarse muestra su faz siniestra, algo que debiendo permanecer oculto, en palabras de Schelling, produce, al revelarse, el sentimiento de lo siniestro. Freud en su libro Lo siniestro (Das Unheimliche), nos da su conceptualización, y nos lo asocia con la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado sea, en efecto, viviente. Tal el caso  de las figuras de cera, de los autómatas, de las muñecas, de las estatuas que cobran vida: esa ambivalencia que produce un sentimiento de promiscuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, llegando, turbadoramente, a lo más hondo del erotismo. También aluden a lo siniestro los descuartizamientos, las amputaciones, especialmente de órganos íntimos y delicados (heimlich), como los ojos o el sexo. Tal el caso de Olimpia y el relato del arenero. Importancia cobrarán los ojos, interpretados por Freud como inconsciente miedo a la castración. Freud sugiere que lo siniestro se da cuando lo fantaseado por el sujeto, de forma autocensurada se produce en lo real, o sea, la realización de un deseo íntimo y prohibido.
Ahora bien, para preservar el efecto artístico de la obra de arte (pintura, narración) de la presencia de lo siniestro, lo real y lo imaginario deben hilvanarse en una mezcla de ambigüedad y sabiduría, para mantener a lo siniestro velado y en forma de ausencia. Cobra significación el aforismo de Rilke, de que “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Según el gran ensayo de Eugenio Trías, “lo bello sin referencia metonímica a lo siniestro, carece de fuerza y vitalidad para poder ser bello…, lo siniestro presente sin elaboración y sin metáfora… destruye el efecto estético…, y la belleza es un velo… a través del cual debe presentirse el caos”. Tal vez una de las obras de arte más famosas de todos los tiempos pueda servir de perfecto ejemplo de lo anterior: El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. El cuadro nos presenta a Venus (la Afrodita griega) en el momento primordial de su nacimiento de la espuma del mar, producto de la castración de Urano, el dios de los cielos. Es la Afrodita Urania, nacida sin madre. Urano, según Hesíodo, fue castrado por su hijo Cronos, con su famosa hoz. Cronos arrojó los testículos de Urano al mar y del semen esparcido por las olas surgió la espuma marina de la que nació la Venus Celestial, la Belleza originaria. Venus está de pie, desnuda y con los cabellos desplegados, en un movimiento suspendido, en la concha marina que flota sobre la espuma y rodeada de flores y animalitos. A la izquierda el viento Céfiro está a su tarea de empujar con su soplo la concha hacia la orilla, y a la derecha la Primavera corre a ofrecer un manto de flores para tapar la desnudez de Venus, en el instante mismo de su nacimiento. Es ese instante de belleza lo que constituye el velo que nos tapa esa escena siniestra y cruel de la castración que estaría en el origen mismo de la diversificación del Uno. Esto es, Afrodita sería la primera encarnación del principio creador, Urano, concebido como Dios Padre. Pero, El Nacimiento de Venus es una obra del Renacimiento, en la que todavía se encuentra intacto el velo que nos encubre el abismo ontolólico que se encuentra detrás, y es la razón por la que atrae magnéticamente al que la contempla, atracción a cargo, únicamente, del inconsciente.

El nacimiento de Venus, Botticelli, 1480

Pero, a partir del siglo XVIII-XIX, ese velo comienza a presentar agujeros, rasgaduras, que dejan entrever fugazmente eso que estaba antes ausente, lo más recóndito de la vida, su núcleo ancestral y secreto, el núcleo inconsciente de lo simbólico, y hacen peligrar el efecto estético por caminar el arte por el borde vertiginoso de una navaja. Desde entonces no se ha dejado de recorrer esa senda cada vez más peligrosa, explorando las catacumbas del psiquismo mediante nuevas categorías estéticas, como lo macabro, lo demoníaco, lo excremental, una estética inaugurada por Kant, y aunque éste había puesto como límite el asco para mantener en su sitio el efecto estético, en la actualidad parece haberse sobrepasado dicho límite.

                  
La galería de criaturas alumbradas por el hombre a imitación del Dios bíblico es interminable. El Golem es en la mitología judía un ser animado fabricado a partir de materia inanimada. Scholem, en su obra La Cábala y su Simbolismo, escribe que el golem es una figura que cada treinta y tres años aparece en la ventana de un cuarto sin acceso en el gueto de Praga. La palabra Golem también se usa en la Biblia y en la literatura talmúdica para referirse a una sustancia embrionaria o incompleta. Las primeras historias sobre golems se remontan al principio del judaísmo. Los golems habrían sido creados por rabinos ilustres, personas creyentes y poderosas por su acercamiento a Dios y, como tales, capaces de crear vida. Como Adán, el golem es creado a partir del barro, insuflándole después una chispa divina que le da la vida, de manera que la creación de Adán es descrita en un principio como la creación de un golem. Sin embargo, el golem sería solamente una sombra del creado por Dios, ya que, entre otras cosas, el golem carecería de alma y no tendría la capacidad de hablar. El relato más famoso hace referencia a Judah Loew ben Bezalel, un rabino del siglo XVI, al que se le atribuye haber creado un golem para defender al gueto de Praga de los ataques antisemitas, así como para atender al mantenimiento de la sinagoga. Aparecía en 1847 en una colección de relatos judíos. De acuerdo con la leyenda, el golem fue hecho de la arcilla de la orilla del río Moldava y traído a la vida tras realizarse los rituales y conjuros prescritos en hebreo. Cuando el golem creció más, también se puso más violento y empezó a matar a las personas y a difundir el miedo. Al rabino Loew le prometieron que la violencia en contra de los judíos cesaría si el Golem era destruido. Para destruir el golem, eliminó la primera letra de la palabra "Emet" de su frente para formar la palabra hebrea que representaba la muerte. La leyenda ha ido cambiando dramáticamente con el tiempo, pasando a convertirse el golem en la creación de místicos ambiciosos que inevitablemente serían castigados por su blasfemia, muy similares al Frankenstein de Mary Shelley. Notoria es la novela de Gustav Meyrink, El Golem, de 1915, basada en los relatos anteriores, y que dio lugar a la película de cine mudo de 1915, dirigida por Paul Wegener.
Es el cine, el gran arte del siglo XX, el arte en la época de la reproductibilidad técnica, el que ha tomado el relevo de la literatura siniestra y perturbadora en el imaginario del gran público, y logra extraer el efecto de belleza de situaciones dolorosas y angustiosas. En la película Las manos de Orlac (Mad Love) de Karl Freund (1935), interpretada por Peter Lorre, aparece un personaje obsesivo llamado Doctor Gogol que se enamora de una actriz, lo cual le llevará a robar su efigie de cera para contemplarla en su estudio. La actriz lleva a su marido a Gogol para que éste le recomponga las manos que le han sido amputadas en un accidente, el cual le implanta unas de un condenado a muerte, que cobrarán vida propia y asesinarán sin control. Saltando por encima de la argumentación hasta el final, la actriz es descubierta en el apartamento de Gogol, y para ocultarse finge ser la figura de cera que es su doble. Al descubrirse, Gogol cree, enajenadamente, que su amor ha vuelto a la vida y es muerto antes de matarla, por no ser correspondido. Se repiten los arquetipos ya familiares: la muñeca de cera, el doble de la amada, la doble personalidad de Gogol, el amor psicótico, las amputaciones, el erotismo reprimido, y otra vez Freud con su asociación entre la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado esté vivo.
Se aludirá también al mito de Pigmalión cuando alguien trate de moldear la personalidad de otro a su conveniencia o gusto. Podríamos, pues, entroncar con el mito la película inaugural del expresionismo alemán, El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene (1920), en el que un doctor de un hospital psiquiátrico en compañía de su fiel e hipnotizado Cesare, está vinculado con una serie de crímenes en un pueblo de montaña alemán. La idea inicial de los guionistas era denunciar la actuación del Estado alemán durante la Gran Guerra: Caligari induciría a un sonámbulo a cometer asesinatos del mismo modo que el Estado alemán inducía a un pueblo dormido a perpetrar crímenes, que de hecho se consumarían en la 2ª guerra mundial. El guión se modificaría por los productores, resultando, no obstante, una obra maestra de lo que se llamaría una “vuelta de tuerca” en el cine. Historia en la línea macabra e inquietante de todo lo expuesto.
                                   
La misma alusión anterior de moldeado de la personalidad, se puede hacer a la obra de teatro Pigmalión de George Bernard Shaw (1916), pero con una semblanza festiva y amable, en las antípodas de lo anterior. La obra comienza con el profesor de fonética Higgins, un soltero empedernido, tomando notas en la salida del Covent Garden y tropezando con una florista, Eliza Doolite, de lengua vulgar y dicción detestable. Higgins apuesta con un amigo que en seis meses podrá hacer de la vulgar florista una dama de modales y habla impecables. Por casualidad, Eliza aparece para tomar clases de dicción y comienza el adiestramiento del personaje. No se trató aquí de dar vida a un ser inanimado, como en el mito clásico, sino de moldear a una criatura viva con una nueva mente, insuflarle, metafóricamente, una nueva vida y dotarla de una personalidad de acuerdo con su nuevo “creador”. La transformación tiene lugar y los dos personajes se enamoran, aunque no puedan vivir juntos. Eliza terminará casándose con otro personaje de la obra. Naturalmente, Eliza era un diamante en bruto, ya que, de lo contrario, difícilmente hubiera podido ser pulido. Una versión de la obra se llevaría al cine musical con gran éxito en los años 60, My Fair Lady dirigida por George Kukor y protagonizada por Rex Harrison y Audrey Hepburn. Nadie mejor que la Hepburn para encarnar a esa crisálida transformada en mariposa, cuya eclosión se produce al ser presentada en sociedad en las carreras. Hollywood fue más benévolo en su final que la obra original en el suyo, destinando Eliza al profesor. En la realidad es dudoso que alguien tenga éxito en el modelado de la personalidad de otro, salvo en circunstancias enfermizas.
Otra película de gran éxito, que podemos considerar una secuela de la anterior, es Pretty Woman, protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts. Aquí, una prostituta callejera es contratada por un “tiburón” financiero, cuyo cometido es liquidar sin piedad empresas en dificultades, para acompañarle durante su breve estancia en el lugar. Para ello dota a la protagonista de ropas caras, le enseña a comer, a moverse, a comportarse… y se produce la transformación, que se hace patente cuando, llevada a la ópera, derrama lágrimas al oír un aria de ópera (Tosca?). Como se ve, todo muy superficial y sin grandes complicaciones. Los dos se enamorarán y se producirá, de rebote, una humanización del personaje sin escrúpulos. Una redención por el amor en ambos sentidos. Versión libre, además del mito clásico, del cuento de la Cenicienta.
Dejando al margen los últimos ejemplos, paréntesis anecdóticos, no es posible dejar de hacer mención a la gran obra de Alfred Hitchcock, heredera de la tradición expresionista alemana y freudiana, y que sintetiza como ninguna el trasfondo legendario y onírico de mitos como Pigmalión, Tristán u Orfeo y Eurídice. Especialmente en la mejor de sus obras: Vértigo, en la que se dan, en una sabia mezcla, todos los elementos y motivos aquí expuestos, característicos de lo siniestro, como por ejemplo los ojos, omnipresentes, reales o metafóricos (también presentes en filmes como Psicosis o Los pájaros), pero cuyo análisis escapa a este espacio. 
La influencia de la creación de todo tipo de monstruos de laboratorio, mágicos o científicos, se hará sentir en los androides o robots a lo largo del siglo XX, tendencia inaugurada con el robot antropomorfo femenino de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, y herederos de los autómatas del siglo anterior, pero perfeccionados por el avance de la técnica. Metrópolis es una distopía (utopía con caracteres negativos) urbana futurista. El filme se desarrolla en el año 2026, en una ciudad-estado de enormes proporciones. La sociedad se ha dividido en dos grupos antagónicos y complementarios: una élite de propietarios, que viven en la superficie, viendo el mundo desde los grandes rascacielos y paisajes urbanos, y una casta de trabajadores que viven bajo la ciudad y que trabajan sin cesar para mantener el modo de vida de los de la superficie. Se inicia una rebelión cuya alma es una carismática líder llamada María. Para contrarrestar la rebelión, el dirigente de Metrópolis encarga un robot a un científico, con apariencia humana, con objeto de suplantar a María y sabotear sus planes; pero el científico, por venganza, invierte el propósito y convierte al robot en el promotor de la destrucción de la ciudad. La destrucción afecta a los propios trabajadores que, buscando venganza, queman al robot pensando que era María. Cuando descubren la verdad persiguen al creador del robot y le dan muerte. Así, una vez más, el creador y su obra son destruidos. La película tiene un trasfondo ideológico interesante que escapa a este análisis.
Imposible terminar sin hacer mención a Blade Runner de Ridley Scott (1982) y protagonizada por Harrison Ford. La película describe un futuro en el que humanos artificiales son fabricados mediante ingeniería genética, a los que se denomina replicantes. Idénticos físicamente a los humanos, aunque con mayor agilidad y fuerza física, pero careciendo de la misma respuesta emocional y empatía, son empleados como esclavos en trabajos peligrosos en las colonias exteriores de la Tierra. Los replicantes fueron declarados ilegales en el planeta Tierra tras un sangriento motín ocurrido en el planeta Marte, y un cuerpo especial de la policía, los Blade Runners, se encarga de identificar, rastrear y matar (o “retirar”) a los replicantes fugitivos que se encuentran en la Tierra, un modelo Nexus-6 que tiene una vida limitada a cuatro años como salvaguarda contra su desarrollo emocional inestable. Estos son: Roy, un comando, León, soldado y obrero, Zhora, una trabajadora sexual entrenada como asesina, y Pris, un modelo básico de placer. Tenemos, pues, al ser humano como creador de una criatura artificial, su doble, que se rebela contra su creador, al que destruye (sacándole los ojos!) por querer ser persona real  y no poder prolongar su vida, y que es destruido a su vez; y al protagonista humano Rick Deckard, que se enamora de una replicante. Es una de las películas de ciencia ficción mejor escritas que, una vez más, muestra las implicaciones éticas que conlleva el dominio de la ingeniería genética. El hecho de que estos seres acaben por atacar a sus creadores, en todos los ejemplos expuestos, se puede interpretar como una suerte de advertencia ante el uso irreflexivo de fuerzas “mágicas” que acaban por rebasar las intenciones del creador y se vuelven incontrolables.
¿Por qué esta persistencia en el tiempo de la fascinación por ciertos mitos, en este caso el de Pigmalión? Freud daría una respuesta a esta pregunta: pese a las diferencias históricas y culturales a lo largo del tiempo, subsistirían idénticas estructuras antropológicas referentes a nuestros deseos inconscientes y a las fantasías que generan, enmascaramiento simbólico según mecanismos propios de nuestro psiquismo inconsciente, y que se hacen patentes en nuestros objetos culturales, como folklore, arte, mitos, religión, etc. Son esos deseos inconscientes arcaicos y ancestrales, convertidos en tabúes y expulsados de nuestra consciencia, los que retornan espectralmente en clave siniestra. Ahora bien, aunque retornan una y otra vez, lo hacen en clave distinta, y la clave de los últimos dos siglos, desde que a partir de la modernidad el hombre occidental ha sufrido una escisión, un desgarramiento debido a las contradicciones de no poder superar la tensión de un tiempo que pregona un progreso infinito que le otorgará felicidad, está en correspondencia con unas sociedades que han destapado lo más fétido de sus cloacas y como anuncio de lo que habría por venir. No es extraño que las grandes cuestiones, una y otra vez controvertidas, sean temas relativos a la vida: aborto, infanticidio, eutanasia, genocidio, pena de muerte, experimentos genéticos, creación artificial de vida… temas que nos retrotraen y nos enfrentan a las prohibiciones de los tiempos míticos de la Creación en todas las religiones, en la matriz de aquellas estructuras antropológicas mencionadas.

Jorge Luis Borges
                       
                             

               
                                          
                     
                                 
Vértigo de Hitchcock (La doble Madeleine)

                                           

                  




martes, 25 de febrero de 2014

EUROPA Y EL ISLAM - S. VIII

Una de las ideas centrales de la obra de Henry Pirenne, Las ciudades de la Edad Media (de la obra Las ciudades y las instituciones urbanas), es la que, con ocasión del empuje islámico sobre Occidente, provoca el derrumbe en poco tiempo de la sociedad hasta entonces vigente y su forma de entender el mundo, fuertemente enraizada sobre las bases de la Antigüedad. Es lo que Pirenne llama punto de ruptura, a partir del cual el orden tradicional de Europa sufre una desviación en su evolución histórica debido a la invasión musulmana.
La invasión del Islam (Oriente próximo, norte de África y España), tuvo un carácter de cataclismo y supuso el cierre del Mediterráneo en el s. VIII. Por supuesto no se produce una ruptura brusca con el pasado, puesto que la invasión fue detenida, salvo en España, y sólo una ocupación como la que tuvo lugar aquí hubiera podido borrar todo vestigio cultural, pero sí fue lo suficientemente importante como para que surgiera un nuevo orden autóctono, base de la Europa medieval.
Podemos decir que Europa, con anterioridad al siglo VIII, enraizada con la tradición romana, arrastraba, sin embargo, una existencia lánguida, producto del derrumbamiento del Imperio a cuya órbita pertenecía, y del establecimiento de nuevas unidades territoriales: los reinos germánicos. Estos pueblos germánicos no buscaban la destrucción del mundo romanizado, sino que codiciaban constituir sus propios Estados a orillas del Mediterráneo, generalmente aprovechando las estructuras sociales y culturales existentes, aunque, eso sí, destruyendo la estructura política romana. Así, en España se da la consolidación del reino visigodo, no sin grandes dificultades, durante 200 años, para ser borrada de golpe por la invasión en el 711. En el Reino de los francos (la mayor parte de Francia y Alemania actuales), también después de más de 200 años de luchas por el territorio y en disputa con la nobleza, la invasión musulmana fue detenida por Carlos Martel, Mayordomo del rey franco, en Poitiers en el 732.
Con anterioridad a la invasión musulmana, las ciudades y el comercio tampoco tenían la pujanza de otros tiempos, aunque debían su existencia a las relaciones entre el continente y el Imperio bizantino (la mitad oriental del Imperio romano aún en pie), a través del Mediterráneo. Por supuesto, las principales ciudades de Europa estaban en el sur, tanto por tradición como por proximidad a Bizancio, el nuevo foco que irradiaba civilización y atracción.

Coronación de Carlomagno

Con el cierre del Mediterráneo esta situación cambiará: Europa se quedará aislada. El centro de gravedad de la cultura, de la política y del comercio pasará del sur al norte. Cesa el comercio en torno a Marsella como puerta del Mediterráneo y subsiste en torno al Mar del Norte con las dimensiones que le son propias. Se cambia la dinastía franca: los carolingios (desde el 751, con Pipino, hijo de Carlos Martel, el vencedor de Poitiers) sustituyen a los merovingios. Con Carlomagno, hijo de Pipino,  se produce la casi unificación del “Imperio romano” de occidente, salvo algunas regiones, como la mayor parte de España, pero incorporando otras más allá del Rin. Carlomagno es nombrado Emperador Romano por el Papa. El centro de gravedad se traslada al norte, a orillas del Rin. El Imperio carolingio ya es continental, mientras que el merovingio aún era marítimo. El Mediterráneo es únicamente escenario de piratería, de razias y de saqueos. Se produce un breve renacimiento bajo la nueva dinastía, quizá debido a todas estas circunstancias cambiantes, con una aparente continuidad de la tradición imperial (los lazos con el Imperio bizantino estaban rotos) y cierto renacer de la cultura de corte clásico, y que acabará por hundirse definitivamente con el naufragio general de la economía y la desarticulación del Imperio a la muerte de Carlomagno. En efecto, la situación no puede ser más desastrosa: el poco comercio en el norte cae con las invasiones normandas; la reforma del sistema monetario, con el abandono del patrón oro, atestigua la desaparición de este metal de la Galia, signo inequívoco de la inexistencia de comercio internacional a gran escala, producto, a su vez, de la existencia de un Estado continental sin salidas; el comercio es insignificante y desaparecen la clase comerciante y la población urbana; la economía se vuelve esencialmente agrícola, desaparece el monetarismo por completo y la única fortuna consiste en bienes raíces; el único medio de producción, la tierra, y el trabajo, el rural. Nos encontramos con una economía doméstica, sin mercados.

Capilla palatina de Aquisgrán

Pero, el cierre del Mediterráneo también afectará de rebote al mundo islámico. La ausencia de flujos comerciales de ida y vuelta afectarán, igualmente, a las ciudades sirias. Después del primer siglo fulgurante de conquistas, la descomposición se hará notar. Y, así, se resentirá el Jalifato de Damasco y la dinastía omeya dará paso a la de los abásidas en el 750, que establecen la capital en Bagdad en el 762, nuevo centro de gravedad del comercio con Asia y Extremo Oriente. La Persia sasánida que había sido conquistada hacia el 640, concentrará ahora el poder del nuevo Jalifato. Resulta curiosísimo el paralelismo entre los inicios de las dinastías carolingia y abásida. Aquella comienza en el 751, asentándose en el norte de Europa, y llegando a su punto álgido con Carlomagno alrededor del 800. La abásida nacerá en el 750 y llegará a su punto culminante con Harun Al-Rashid (el jalifa de las Mil y una noches), también alrededor del 800.
                                         
En el terreno social y político, estos cambios en la economía tuvieron consecuencias drásticas y de largo alcance: por lo pronto, el colapso en la administración por no poderse pagar a una clase de funcionarios y no poder, consiguientemente, asegurarse su fidelidad. Esto dio lugar a la necesidad de encontrar funcionarios entre los que proporcionaran servicios gratuitos, solo posible en la aristocracia, porque aunque esos servicios no fueran remunerados, sí lo eran indirectamente, ya que se daba a esa aristocracia instrumentos de poder que ejercían en provecho propio. Y aquí reside, como causa inmediata, la descomposición del Estado franco: el haber dado instrumentos de poder o delegación de poder  a un grupo cuyo principal interés es la disminución de ese poder (esto puede considerarse una ley histórica). Este poder fragmentario, en una sociedad ruralizada, es el que dará lugar a la aparición de la Organización Señorial y del futuro Régimen Feudal. No se puede decir, sin embargo, que este estado de cosas sea enteramente nuevo, ya que existían con anterioridad estructuras sociales de parecidas características, producto de la descomposición del Mundo Antiguo, solo que ahora serán predominantes y generalizadas.
Así, pues, vemos que el desenlace, con la aparición de la Organización Señorial, de todo este proceso descrito, no es fruto de una evolución orgánica, sino de circunstancias exteriores. En otras palabras, que sin la invasión del Islam y sin el paulatino aislamiento del Estado franco, no hubiera sido posible la aparición generalizada del Régimen Señorial. Simplemente, la evolución “natural” de la Europa de aquel tiempo nos hace pensar, tal vez, en una prolongación indefinida de las condiciones de vida existentes, con más o menos altibajos, arrastrando Occidente una vida casi sin pulso, sin motor interno, hasta que otras condiciones externas hubieran dado lugar a otro punto de ruptura; o un relanzamiento general a partir de la consolidación de los reinos germánicos finalmente asentados. Pero las cosas ocurrieron de la forma descrita, el Islam no tuvo impulso para seguir expansionándose más en Occidente en el siglo VIII, pero fue suficiente para que Europa se encontrase en pleno siglo IX sumida en un estado total de desorden y anarquía.
                          
Ahora bien, todo estado de anarquía y desorden debe conducir y conduce a un nuevo orden, puesto que en un estado permanente de desorden la vida acaba por desaparecer, y si la vida continua es que el orden ha sido restablecido. Pero, un orden nuevo, no el anterior. Así, en lo económico, una economía de subsistencia; en lo productivo, una ruralización de la sociedad; y en lo social, un Régimen Señorial, con una sociedad estratificada a la cabeza de la cual se encuentra una clase de guerreros especializados. Y este nuevo orden fue lo suficientemente afortunado como para llegar al siglo X en medio de una estabilidad relativa. En primer lugar las amenaza externas son contenidas: a comienzos de siglo se detiene el avance de los escandinavos (se conforman con Normandía y se dedican a actividades comerciales después de su expansión por el norte de Europa y por las regiones eslavas) y de los eslavos en el Elba; y, a mediados de siglo, son contenidos los húngaros en el valle del Danubio. También hay que notar una cierta recuperación de la población europea, y, por fin, se alcanza una relativa paz en las guerras privadas que sostienen entre sí los Señores locales. Es ahora, en este estado de cosas, cuando empieza a notarse el resurgir de una nueva actividad comercial e industrial, que irá creciendo, al comienzo, lentamente, y luego, de forma casi incontenible, durante los siglos siguientes. Y, del mismo modo que la desaparición del comercio en el siglo VIII dio lugar a la caída del orden asentado, es el comercio el que, después de la aparición del nuevo orden, dará alas a la vida de Occidente y vivificará sus venas. No obstante, el nuevo crecimiento de la renovada sociedad europea solo será posible por la ausencia de enemigos poderosos a su alrededor: el Islam y Bizancio se encuentran en franca decadencia y no aparece en el horizonte ninguna potencia ni civilización amenazadora. Esto permitirá a un Occidente revitalizado, incluso las aventuras expansivas del siglo XII (Cruzadas).
                           
Se ha afirmado con anterioridad, sin más, que la causa de la recuperación del tejido vivo europeo fue el resurgimiento del comercio, pero es preciso hablar de sus características y las causas de su aparición. La nueva actividad comercial tiene posibilidad por la apertura de nuevas rutas comerciales. Aparece, pues, un nuevo agente externo, pero esta vez para favorecer un desarrollo de la sociedad europea medieval. Aunque ahora, sí parecen ser una evolución natural, solo que estimulada por factores exteriores. Por todas partes aparecen síntomas de un aumento del comercio y de prosperidad general. Y estos son dos factores recurrentes que, no olvidemos, se alimentan mutuamente.
Dos son los focos en torno a los cuales hay una cristalización de la actividad comercial: Venecia y el Mar del Norte. En el primer caso, esta ciudad, que estaba dentro de la órbita bizantina, se constituyó en una pieza importante del engranaje del comercio del Mediterráneo oriental (en manos bizantinas), y en el suministro a la metrópoli de materias primas. La influencia de Venecia se hizo notar en su entorno, y, en concreto, en la llanura del Po, donde pronto otros focos comerciales empezarían a surgir. En el segundo caso, el impulso lo darían los escandinavos: son estos los que, expandiéndose por el Mar del Norte y, sobre todo, por la ruta del Dnieper, en tierras eslavas, hasta el Mar Negro, y por la ruta del Volga hasta el Mar Caspio, crearían el Reino de Rusia, con capital en Kiev (los eslavos llamaban rusos a los escandinavos), y canalizarían el comercio bizantino y árabe hasta el Mar del Norte, en el que pronto surgiría un poderoso centro comercial y más tarde industrial en Flandes, lugar estratégicamente situado. De manera que, poco a poco, estas dos zonas de progreso económico, el norte de Italia y Flandes, irán extendiendo su influencia sobre el resto del  continente. En el siglo XI se produce la ruptura de la vía comercial rusa debido a la invasión de los pechenegos, pero las ciudades italianas ya habían conseguido romper la hegemonía árabe en el Mediterráneo occidental, y Occidente ya pudo lanzarse a la ofensiva: al finalizar el siglo se produce la 1ª Cruzada.
Tapiz de Bayeux
El aumento del comercio y de la industria corre paralelo a la creación de las ciudades. Al comenzar la época carolingia, éstas no existen propiamente ya que los núcleos que pudieran llamarse así, carecen de población burguesa y organización municipal. Son, eso sí, ciudades episcopales, ya que subsisten como circunscripciones diocesanas en las antiguas ciudades romanas. Son estas ciudades episcopales y las fortalezas (burgos) que crearon en el siglo IX los condes territoriales, las que servirán, según sus valores estratégicos y de comunicación, andando el tiempo, como puntos de cristalización alrededor de los cuales se formarán las verdaderas ciudades. Y la creación de las ciudades y de la nueva clase social, los burgueses y sus instituciones, serán las que vayan minando paralelamente el sistema señorial o feudal. El campo irá cada vez más orientándose hacia las ciudades y se creará una nueva relación de dependencia entre burgueses y campesinos, introduciéndose una nueva concepción del trabajo, andando el tiempo, de servil a libre.
Es pues, razonable pensar, que sin el cierre del Mediterráneo por la invasión islámica, Occidente hubiera podido ahorrarse unos cuantos siglos antes de despegar como civilización autónoma, una vez renovado el Imperio romano decadente por la aportación de la sangre nueva de los bárbaros del norte, y su centro de gravedad estaría más al sur y menos girado hacia el mundo anglo-sajón. Se podría argüir, por el contrario, la importancia de la aportación de la cultura árabe en Occidente, como es lugar común, pero hay que pensar que la cultura árabe de los primeros tiempos es vicaria, deudora de la de los Imperios bizantino y persa a los que conquistó. Eso sí, con la forma alterada por la imposición del árabe, única lengua del Corán, la nueva religión, y por la mentalidad esencial de los habitantes del desierto.

martes, 11 de febrero de 2014

SATURNALES

Tiempos de Navidad y Año Nuevo. Tiempos de simbolismo y grandes esperanzas. Y también de grandes desilusiones y frustraciones. Esperanzas de regeneración y reconciliación con el mundo y con los semejantes. La frase Año nuevo, vida nueva es (o era) algo más que una frase. Y de desilusiones, por no haberse, a menudo, satisfecho ese anhelo de renovación temporal y de comienzo de una nueva existencia que padecen amplias capas de urbanitas de las sociedades occidentales modernas, por motivos que se tratarán de explicar.
La regeneración del tiempo es algo habitual en la observación de los mitos y costumbres de las culturas y civilizaciones. Por todas partes existe una concepción del comienzo y fin de un periodo temporal fundado en la observación de los ritmos bio-cósmicos. Las ceremonias periódicas que hacen referencia a esa regeneración se encuadran por lo general en las purificaciones periódicas, esto es, la expulsión anual de los demonios, enfermedades y pecados, y en el de la regeneración periódica de la vida, los rituales de los días que preceden y rigen al año nuevo. El año nuevo es un corte en el tiempo. Una tentativa de abolición del tiempo transcurrido y de restauración del tiempo mítico y primordial del instante de la creación. Los rituales asociados podrían contemplarse como un intento de acabar con las formas ya existentes y gastadas por el hecho de su propia duración y dar lugar al nacimiento de formas nuevas.
¿Cuál es en el fondo el principio del simbolismo de la regeneración periódica? Habría que acudir, sin duda, a la regeneración de la naturaleza para encontrar su fundamento. En efecto, existe una relación muy estrecha del hombre con los fenómenos naturales y de regeneración de la naturaleza de la que depende su supervivencia, como el paso de las estaciones asociado al nacimiento de animales y plantas en general, y asociados, a su vez, con la actividad humana agraria, con la recolección y el pastoreo. Por otro lado, el hombre, como ser natural, está sometido, él mismo, a los ritmos biológicos, como los demás seres vivos. La asociación de la regeneración de la naturaleza con los movimientos periódicos de los astros es inmediata. No es difícil ver, pues, en esta periodicidad y sus fenómenos asociados el origen del simbolismo de la regeneración.

                                              
Dejando al margen el simbolismo de las fases lunares, tan importante en tantos mitos de muerte y resurrección, fertilidad, regeneración e iniciación, es el Sol, con los movimientos periódicos de la Tierra a su alrededor, el que marca, principalmente, los ciclos de regeneración anuales. Algunos conceptos son necesarios para la comprensión del fenómeno: la eclíptica  es la línea que recorre la tierra alrededor del sol, pero que vista desde la tierra es la línea curva que recorre el sol alrededor de la Tierra en su «movimiento aparente»; el plano de la eclíptica contiene a la órbita de la Tierra alrededor del Sol y, en consecuencia, también al recorrido anual aparente del Sol observado desde la Tierra; ahora bien, el eje de rotación de la tierra está inclinado con relación al plano de la eclíptica, de modo que el ángulo que forma ese plano con el del ecuador terrestre es de 23° 27'. La consecuencia es que la eclíptica “sube” y “baja” con respecto al horizonte según la época del año (el sol visto desde la Tierra se mueve hacia el norte y el sur). La conjunción de la inclinación de los rayos del sol y de la variación de las horas de luz diarias nos marcan las estaciones del año. En el hemisferio norte, la posición más baja de la eclíptica se llama solsticio de invierno (el sol alcanza el cenit al mediodía sobre el Trópico de Capricornio), el 21-22 de diciembre, y se registra el día más corto y la noche más larga del año; mientras que en el solsticio de verano, el 20-21 de junio, la eclíptica se encuentra en la posición más alta y se registra el día más largo y la noche más corta. En el hemisferio sur es al revés. Se denominan equinoccios a los puntos en los que los dos polos están a igual distancia del sol y la duración de los días y noches se iguala (20 de marzo y 22 de septiembre).
                                                       

Pero, el fenómeno que nos interesa aquí es el solsticio de invierno en el hemisferio norte. Es el comienzo oficial del invierno, aunque pueda considerarse a veces la mitad del periodo invernal, ya que a partir de él el Sol comienza a “renacer”, fenómeno detectado hasta en el período neolítico, ya que muchos monumentos megalíticos están alineados con el nacimiento o la puesta del Sol durante el solsticio de invierno (Stonehenge). Esta fecha era importante porque marcaba un periodo de escasez por delante, de meses de hambruna, y la mayoría de los animales eran sacrificados para no tener que ser alimentados durante el invierno y disponer de carne en lo sucesivo. Después de la cosecha anual, el vino o la cerveza estaban finalmente fermentados y listos para beber a partir de ese momento. El apareamiento de los animales y la siembra de los cultivos ya se había producido. El significado o interpretación de este evento ha variado en las distintas culturas del mundo, pero la mayoría de ellas lo reconoce como un período de renovación y renacimiento, que conlleva todo tipo de rituales y celebraciones en mitad del invierno en la noche más larga del año. Celebraciones de brillante iluminación, fuegos artificiales, flores y bailes y cánticos como terapias culturales para arrinconar el malestar, reavivar el espíritu y reiniciar el reloj interno.

Stonehenge

Dado que el evento es visto como la inversión del retroceso de la presencia solar en el cielo, se ha celebrado por las distintas culturas el renacimiento del año en lo que se refiere a la vida-muerte-renacimiento de las deidades (dioses solares), así como el uso de calendarios cíclicos basados en el solsticio de invierno. En Japón la diosa solar Amaterasu, la diosa del Sol en el Sintoísmo y antepasada de la Familia Imperial del Japón según dicha religión, desde su reclusión en una cueva el Sol no salía y el mundo se cubrió de tinieblas, los campos morían y el mundo se helaba. Convencida Amaterasu para salir, mediante tretas por los otros dioses, la luz solar regresa de vuelta al Universo. Además se  celebra réquiem por los muertos durante la noche, a la espera de la salida del sol. El Festival Dongzhi del Solsticio de Invierno era uno de los más importantes festivales celebrados por los chinos y otros asiáticos orientales alrededor del 21 de diciembre. Después de esta celebración, se sucedían los días con más horas de luz natural y, por tanto, según su expresión, un aumento de “la energía positiva que fluye”. Tradicionalmente, el Festival Dongzhi es también un tiempo para la reunión de la familia en largas comidas, simbolizando la unidad familiar y la prosperidad. En la antigua Persia, en la noche más larga del año, se supone que Ahriman, el principio del mal, está en la cima de su fuerza. El día siguiente, conocido como el día del Sol, pertenece al dios Ahura Mazda. Desde que los días son cada vez más largos que las noches, este día marca la victoria del Sol sobre la oscuridad. En todas partes (nórdicos, eslavos, kurdos, lapones, celtas, bálticos, iranios y hasta hindúes) se celebraban, y aún celebran, fiestas del solsticio similares.

Amaterasu

En la antigua Roma, y en torno al solsticio de invierno, se celebraba la festividad de las Saturnales, a la luz de velas y antorchas, en honor de Saturno, divinidad agrícola protectora de sembrados y cosechas. Equivalía también al celebrado Cronos por los griegos, que estuvo en activo durante la mítica Edad de Oro de la Tierra, antes de ser destronado por Zeus, cuando los hombres vivían felices, sin separaciones sociales. Probablemente las Saturnales fueran las fiestas de la finalización de los trabajos del campo, celebrada tras la conclusión de la siembra de invierno, cuando el ritmo de las estaciones dejaba tiempo para el descanso. Este dios tenía un templo en el Foro, depositario del Tesoro Público, como signo de prosperidad. Allí su estatua imponente, blandiendo una hoz en la mano, sufría cautividad, pues una cinta de lana, simbólicamente, rodeaba el pedestal de la estatua para impedir que abandonase la ciudad y la privase de su protección. Sólo al llegar las Saturnales quedaba libre de ataduras. Esta liberación simbolizaba la reanudación del ciclo de la vida después de su cautiverio temporal. La fiesta se celebraba el 17 de diciembre, día en que los senadores y los caballeros romanos, vestidos con sus togas ceremoniales, ofrendaban al dios un gran sacrificio, seguido de un banquete público que culminaba con el grito de Io, Saturnalia! Pero con Julio César se prolongaron las Saturnales hasta el día 19. Augusto y Calígula, añadieron sendos días, y con Domiciano se amplió hasta el 23 de diciembre. También se homenajeaba a los generales romanos que habían triunfado en exitosas campañas militares.

Alma-Tadema, Ave Caesar, Io, Saturnalia!, 1880

Eran fiestas consagradas especialmente al jolgorio y la convivencia. Siete días de bulliciosas diversiones y banquetes. Se decoraban las casas con plantas y se visitaban a amigos y familiares, con intercambio de regalos. Era habitual regalarse saquitos de nueces, velas  o pequeños muñecos de arcilla. Se suspendían numerosas actividades públicas: la escuela, el Senado y los tribunales de justicia; se liberaba a los prisioneros, que depositaban, como ex-votos, las cadenas en el templo de Saturno; y hasta se aplazaba la ejecución de las penas capitales. Eran fiestas de gran permisividad, pues muchas prohibiciones durante el año se anulaban en las Saturnales. Se reanudaban los juegos de azar y apuestas, totalmente prohibidos durante el resto del año, incluso para los esclavos. Pero, lo más notable era la inversión social que significaba el intercambio de papeles entre amos y esclavos. Éstos vestían las ropas de sus señores, que les servían en la mesa, disfrutaban de tiempo libre y estaban exentos de castigo. Podían tratar con desprecio a sus amos y hasta jugar a los dados con ellos.

                            

En el 45 a.C., con el calendario juliano, se fijó el 25 de diciembre como el solsticio de invierno. Y en este día Aureliano introdujo (274 d.C.) el culto del Deus Sol Invictus, de origen sirio, el día del nacimiento de todas las divinidades solares orientales, en especial el de Mitra (religión mistérica expandida por los legionarios por todo el imperio romano). Se había comprendido la importancia de una teología de estructura solar monoteísta para la unidad del Imperio. El mismo Constantino fue adepto del culto solar antes de convertirse al cristianismo. Este monoteísmo solar, cuyo culto había estado precedido por las fiestas en honor de Saturno, allanó el camino al Cristianismo para establecer la fecha del natalicio de Cristo y, de paso, acabar con las antiguas celebraciones, no sin grandes dificultades. Para un creyente cristiano, no debería haber conflicto en aceptar la escasa probabilidad de que Cristo naciera un 25 de diciembre, ya que puede celebrar simbólicamente su nacimiento en esa fecha. Debido al retraso del calendario con el tiempo, la reforma gregoriana de 1582 situó el solsticio de invierno en el 21 de diciembre y el Año Nuevo en el 1 de enero, aunque sin aceptación por los cristianos protestantes. Gradualmente las costumbres paganas más permisivas pasaron al día de Año Nuevo, mientras que las de carácter religioso e íntimo, permanecieron aferradas en torno al 25  de diciembre, en tiempos día del solsticio, ahora día de Navidad, en el que los cristianos, como los paganos antes, se afanaban en compartir la alegría, aumentar la hacienda y cumplir con los regalos, a la vez que se entregaban a opíparas mesas. La celebración de la Epifanía en algunos lugares no es más que la extensión de la misma festividad.


                                             

En la actualidad la separación no es nítida, ya que perviven y aún se resucitan tradiciones folclóricas, no estrictamente religiosas, neopaganas a veces, centradas en el 24 y 25 de diciembre. Estas reuniones son apreciadas por la comodidad emocional, sobre todo en poblaciones más al norte en el hemisferio. Los efectos de depresión psicológica del invierno, del frío, cansancio e inactividad, y de los días sin sol, se revierten con las fiestas, las luces y el aumento de la luz solar. Aunque en el presente los festejos (en general) en torno a estas fechas sean herederos directos de las Saturnales romanas, se puede decir que los motivos, ahora, están completamente desvirtuados con relación al pasado.

Es lugar común entre los pensadores de todo tipo que, desde la modernidad el hombre occidental ha sufrido una escisión, un hombre desgarrado que no puede resolver las contradicciones ni superar la tensión de un tiempo que pregona un progreso infinito que le otorgará felicidad, y pierde su ilusión cuando descubre que ni el progreso ni la técnica cumplen con esa promesa. La discusión de lo anterior sería infinita, pero por centrarse en algo concreto, hoy en día, y desde el advenimiento de la revolución industrial, el hombre moderno ha perdido, cada vez más, el contacto con la naturaleza:  habitante de macro ciudades en las que la percepción de los ciclos naturales y la reproducción de plantas y animales ha perdido su significado; la luz artificial ha suplantado a la luz solar y se vive tanto de noche como de día; los festejos se suceden profusamente a lo largo del año, correspondan a hitos naturales o no, como las vacaciones prolongadas; las familias se han transformado y perdido su cohesión (al menos en Occidente); los individuos solitarios, sin descendencia, sin lazos familiares, empiezan a ser mayoría; las familias desunidas o desestructuradas; la escasa descendencia; el hombre irreligioso en suma, han convertido estos festejos en unas actividades compulsivas, de consumo, de diversión, que, como tal compulsión, deja al individuo insatisfecho y agotado emocionalmente. Tal vez sea esa la razón de la cada vez mayor aversión a este tipo de fiestas en un número cada vez mayor de personas: el sentimiento de que no son sus fiestas. El Año Nuevo, vida nueva, se ha convertido, así, de tener un significado, en una frase hueca y carente de él.