Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

viernes, 12 de julio de 2013

LOS MARES DEL SUR

Mar del Sur. Fue la denominación que Vasco Núñez de Balboa dio al Océano Pacífico cuando en 1513 lo divisó por primera vez después de atravesar el istmo de Panamá. Este año, por tanto, se cumplen 500. Apenas podemos darnos cuenta hoy en día de la dimensión de la hazaña, atravesando selvas vírgenes, aguas pantanosas, caimanes, insectos, enfermedades y temperaturas y humedad altísimas, hasta divisar desde lo alto de una montaña el nuevo “mar” descubierto. En virtud del tratado de Tordesillas entre Portugal y España, a ésta le correspondía el descubrimiento y colonización de las Américas y todo el Pacífico hasta las islas de las Especias o de las Molucas (Célebes), límite impreciso que estaba en disputa con los portugueses, los cuales ya se habían asentado allí. Con el propósito de dilucidar esos límites, en 1519 Fernando de Magallanes dobla la punta meridional de América por el estrecho que lleva su nombre y remonta por las costas chilenas, dando el gran salto hasta las Filipinas, y pasando entre las Marquesas y las Islas de la Sociedad, las Marshall y las Marianas (ó Ladrones). Moriría en lucha con los nativos y tomaría el mando Elcano, que volvería en 1522 con una sola nave, la Victoria, a través de los estrechos de Malaca y el Cabo de Buena Esperanza, con 18 hombres y las bodegas repletas de especias. Fue la primera circunnavegación del globo. Otros navegantes partieron del Perú con el propósito de descubrir Australia  y colonizar los Mares del Sur, como Legazpi en 1564 (Guam, Marshall, Carolinas, fundó Manila); Álvaro de Mendaña, en dos viajes entre 1567 y 1595 (Tuvalu, las Florida, las Marshall, Guadalcanal, las Wake, las Cook, las Marquesas, las Salomón); Fernández de Quirós en 1605 (Tuamotu, Nuevas Hébridas); Torres en 1606, que navegó por el estrecho que lleva hoy su nombre (Nueva Guinea y el cabo de York en Australia), y bautizaron con nombres españoles la mayoría de las islas del Pacífico aunque muchos no subsistieran debido a su ocupación posterior por otras Potencias.


A destacar Urdaneta, que descubrió la ruta de vuelta desde las Filipinas a Nueva España. El viaje se iniciaba en dirección norte, y al llegar a la latitud de Japón, lograban salir de la influencia dominante del alisio y, desde allí, aprovechando las corrientes y los vientos en dirección Este, llegaban a Acapulco (1565). La circulación de los vientos y corrientes  del pacífico Norte es análoga a la de los del Atlántico Norte. Este viaje supuso el descubrimiento de la ruta de navegación más corta entre Asia y América, rumbo que siguió sistemáticamente hasta 1815 el Galeón de Manila. Éste hacia dos viajes anuales: partía de Acapulco con plata, y en Manila cargaba mercancías de China y Molucas, sedas, porcelanas, especias, lacas… Desde Acapulco, las mercancías eran transportadas por tierra hasta Méjico y Veracruz, y desde allí a España y Europa.

La decadencia española del XVII permitió a los holandeses controlar las Islas de las Especias, por lo que en 1663 España abandonó su última fortaleza en las Molucas, y su actividad se limitó, prácticamente, al tráfico con Filipinas. Pero, hasta el siglo XVIII no veremos las grandes expediciones cartográficas y científicas, en las que, gracias a la invención del cronógrafo de precisión, se pudo fijar la longitud y, por lo tanto, confeccionar cartas náuticas precisas. Es el momento de las grandes navegaciones de Cook, de Bouganville, de Malaspina.

Los Mares del sur, que poblaron nuestra imaginación juvenil espantando los fantasmas de la adolescencia... Las tardes y noches de lecturas en compañía de Salgari, luchando con piratas en los estrechos de Malaca y Borneo y huyendo de caníbales en la Melanesia; de Jack London, escapando a las fuerzas ciegas de la naturaleza o a la furia de los hombres, embarcando a bordo de balleneros o recorriendo las costas de Alaska; de Robert L. Stevenson, surcando mares de añil y recorriendo níveas playas bordadas de cocoteros, con nativas semidesnudas y pescadores de perlas. Aventureros, traficantes y contrabandistas. Todo el ingenuo idealismo y también toda la escoria de los siete mares. Extraño caso el de Stevenson, enfermo de tuberculosis, que embarcó con su mujer y los hijos de ésta a bordo del Casco en San Francisco rumbo a las islas del Pacífico Sur. Después de deambular por Hawaii, las Gilbert, Tahiti, las Marquesas, las Tuamotu… se aposentó en Samoa, donde falleció a los 44 años. Es en el siglo XIX cuando los veleros más rápidos y los buques de vapor van a transformar por completo el Pacífico con la colonización y la intervención de las Potencias. Aparecen los evangelizadores anglo-americanos (protestantes) y franceses (católicos), que visten de pies a cabeza a los nativos. Se produce una aculturación paulatina y aparecen las enfermedades venéreas. Ya Pierre Loti, escritor y marino, alerta de esa aculturación y pérdida de valores y tradiciones, y los cuadros de Gauguin nos muestran una atmósfera de la Polinesia triste, húmeda y sombría.


A ese mundo entresacado de las páginas de los libros se sumaba el cine. Nada ha contribuido tanto a fijar ese imaginario colectivo sobre los Mares del Sur como las imágenes que proporcionaba la pantalla. Desde temprano podemos destacar películas como Tabú de Murnau (1931) que, rodada en Tahití y Bora-Bora, retrata las costumbres y el modo de vida de las gentes del Pacífico Sur. Pero es con el advenimiento del color que los Mares del Sur cobran todo su esplendor.  Los actores y actrices de aquel entonces encarnaban todo tipo de aventureros, que, a bordo de veloces veleros, iban de un lado a otro de un océano inmenso, a merced de las olas y de los vientos, sufriendo tifones, maremotos, tsunamis, erupciones volcánicas, y escapando de peligros indecibles. Una película que tal vez sea la quinta esencia del este cine de aventuras es Su Majestad de los Mares del Sur (His Majesty O’Keefe), protagonizada por Burt Lancaster y dirigida por B. Haskin, y que cuenta con todos los ingredientes del género: explotación de la copra, rivalidades comerciales de las Potencias, luchas tribales, tabúes y supersticiones, nativas de piel de bronce, peligros sin fin… con un guión vertiginoso. Es lo que puede causar el cine, vértigo. Un buque parte de San Francisco y en la siguiente secuencia se encuentra en el Mar de la China. Esto contrasta con la realidad de unos espacios inmensos, en los que cualquier travesía duraba semanas y aún meses, y en los que la monotonía era la norma, solo rota por alguna eventualidad desagradable.

Y qué decir del siglo XX. El mar americano en el que se había convertido el Pacífico choca contra el expansionismo japonés, con las consecuencias ya conocidas. Después de la 2ª guerra mundial, ese mundo ya es otro mundo. La aculturación de las islas es completa. En palabras de Paul Theroux, los nativos se han vuelto gordos e indolentes, atiborrados de carne enlatada japonesa y cerveza australiana. Los mismos que habían sido grandes navegantes e inventado la canoa con balancín. Aún asistimos en ese siglo a alguna aventura singular como la travesía de Thor Heyerdahl en la balsa Kon-Tiki desde el Perú a las Tuamotu. El Pacífico es hoy el centro de gravedad económico del mundo, pero para Occidente habrá perdido su imaginario: las nuevas generaciones no leen historia, ni libros de aventuras, ni ven cine antiguo. Todo lo más, sueñan con el turismo de lujo que se vende en las agencias de viajes, y cuya máxima aventura es bucear en un metro de agua observando a rayas indefensas.