Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

domingo, 6 de abril de 2014

PIGMALION

Pigmalión era rey de una colonia fenicia en Chipre, como describe Ovidio en sus Metamorfosis. Bien convencido de que la maldad hace nido en el corazón de toda mujer, bien porque no encontrase compañera que respondiese a sus expectativas, Pigmalión vivía célibe. Tal vez fuese uno de esos individuos a los que Marañón puso como prototipo a Amiel: destinado a la soltería por no encontrar la mujer ideal capaz de enamorarle. Cuando, de repente, Pigmalión se decidió a poner en práctica sus cualidades de artista y comenzó a fabricar una figura femenina de marfil, con la intención de dotarla de tal perfección como no se hubiese visto nunca en mujer de carne y hueso. El marfil era el material que los antiguos consideraban el más afín a la carne humana; de hecho, las estatuas de los dioses se hacían de marfil con ropajes de oro (crisoelefantinas). Pigmalión logró su propósito tan completamente que la estatua pareció adquirir vida. No tardó en enamorarse de su obra y con ello el deseo de poseer aquel cuerpo que besaba y acariciaba y al que le hablaba como si pudiera escucharle. En el día de la fiesta de Afrodita Pigmalión pidió a la diosa que insuflase vida a su muñeca de marfil, y las señales que recibió le confirmaron el éxito de su invocación. Pigmalión corrió a su casa a abrazar a su obra, infundiéndole calor y venciendo su rigidez al amasarla y modelarla con sus dedos, como la cera ablandada por los rayos del sol, para adaptarla a su conveniencia. La historia tuvo un final feliz, ya que la estatua vivificada (nombrada Galatea en fecha desconocida) dio a luz una niña que se llamó Paphos, y así se llamaría la isla de Chipre, lugar de nacimiento de Afrodita.
Ernest Normand,
Pigmalión y Galatea, 1886

La historia de Pigmalión ha sido ampliamente transmitida y representada en las artes y las letras a través de los siglos, principalmente desde el Renacimiento: pintura, escultura,  literatura (poemas, novelas, obras teatrales), música, ópera, ballet y, finalmente, cine. Generalmente como inspiración de obras, a veces apenas disfrazadas, otras casi irreconocibles, y en cantidades tan ingentes que haría falta un tratado enciclopédico para dar cuenta de tan abultada descendencia. Sobre todo desde el siglo XIX, en el que el mito se populariza de forma imparable, pero adoptando unos caracteres psicológicos diferenciados de los anteriores claramente adheridos al mito clásico. Es el siglo de la revolución industrial y científica, del movimiento Romántico, que utilizará a Pigmalión como escusa para ahondar en sus propios anhelos y visión del mundo.En 1818 se publica Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. La idea surge en unas vacaciones de la autora en el lago Lemán, en compañía de su marido el poeta Shelley, Lord Byron y el médico Polidori (véase la película Remando al viento de Gonzalo Suárez, 1988). Es una novela de terror gótica, propia del Romanticismo. Pero la idea básica es la creación de la vida a partir de la materia inerte, como en el mito clásico. El científico Frankenstein crea su criatura monstruosa a partir de fragmentos de cadáveres diseccionados y le insufla vida gracias a la electricidad captada de un rayo canalizado a través de sus aparatos. La electricidad, como ciencia, estaba en sus albores, y eran frecuentes las teorías científicas extravagantes, pero aceptadas, que le atribuían la facultad de generar vida espontáneamente o de revivir cuerpos ya inertes (recuérdese el experimento de Galvani de la contracción de la pata de rana al ser sometida a una corriente eléctrica). El ser creado por el científico escapa a su control y crea alarma y rechazo en la humanidad, que lo repudia por su aspecto monstruoso. Esto le lleva a una serie de crímenes, para, finalmente, perecer, al igual que su creador. Aquí podemos atisbar reminiscencias roussonianas, en el sentido de que el hombre sería por naturaleza bueno y la sociedad lo pervierte. La mayor diferencia con el mito clásico no radicaría entre la bella Galatea y el monstruo de Frankenstein, sino entre la intervención de la divinidad (Afrodita) para dar vida a aquella y la del científico para dar vida a éste mediante la ciencia, aún no despegada del todo de la magia y la alquimia. El final no es feliz como en el mito clásico, y plantea una cuestión de moral científica como la creación y la destrucción de vida y la arrogancia del hombre en su rivalidad con el Dios creador. De hecho, el subtítulo de la obra, El moderno Prometeo nos remite al mito griego según el cual, Prometeo, el creador de la humanidad, que creó el hombre a partir de la arcilla, y transmisor de todas las arte útiles, robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres, cosa que Zeus le había negado. Como castigo Zeus encadenó a Prometeo en una montaña, donde un buitre le arrancaba trozos del hígado, suplicio que no terminaba nunca porque el hígado volvía a crecer. El de Prometeo sería otra elaboración del mito de la separación entre la humanidad y la divinidad, por medio del conocimiento, y el castigo que ello acarrea. Frankenstein se puede considerar, pues, una alegoría de la perversión que puede traer el desarrollo científico y del uso irresponsable de la tecnología.
El mismo siglo siente pasión por el maquinismo y, en concreto, por los autómatas, capaces de imitar a los humanos mediante mecanismos sofisticados, o sea, imitadores de vida. Incluso eran mostrados en espectáculos ambulantes. En 1817 (nótese la simultaneidad con Frankenstein) se publica el relato de terror gótico de Hoffmann El hombre de la arena o El arenero (Der Sandmann). Se narra la historia de Nathanael, que se enamora de una autómata, Olimpia, creada por el profesor Spalanzani, creyendo que era real. Desde su niñez, en Nathanael habían persistido reminiscencias relacionadas con la muerte de su padre y vinculadas a la leyenda del arenero. El arenero era la amenaza con que se atemorizaba a los niños que se portaban mal, en cuyo caso venía y arrojaba arena a sus ojos, arrancándoselos y llevándoselos a sus hijos que se los comían a picotazos (una especie del hombre del saco). De sus fijaciones infantiles también persistían inconscientemente las visitas de un tal Coppelius a su padre, cuya muerte, como consecuencia de sus experimentos, es asociada por Nathanael con Coppelius y a éste con el arenero. Coppelius ya perseguirá siempre a Nathanael de forma psicótica. Ya como estudiante, se encuentra con un óptico ambulante italiano, Coppola, que le ofrece “ojos” en su lenguaje imperfecto (otra vez el arenero). El terror infantil que le domina se desvanece cuando comprende que lo que le ofrece son gafas. Pero le compra un catalejo con el cual espía la casa vecina del profesor Spalanzani, y es cuando se enamora de la bella Olimpia, que no es más que una muñeca automática y que Coppola ha provisto de ojos. El estudiante presencia una disputa en la que Coppola se lleva la muñeca y el profesor recoge los ojos “ensangrentados” de Olimpia del suelo. Esto se junta con los recuerdos de la muerte del padre, del supuesto causante de su muerte Coppelius y de la leyenda del arenero, cayendo en una crisis de locura. Con posterioridad, Nathanael se arrojará de lo alto de una torre a la que se había subido, al divisar, por el anteojo, la figura de Coppelius entre la gente aglomerada abajo. Una variación del siniestro cuento de Hoffmann es el ballet Coppelia del músico Léo Delibes, estrenado en 1870. La historia trata de un inventor, el Doctor Coppelius que tiene una muñeca danzante de tamaño real, tan realista, que un pueblerino se enamora de ella dejando a su verdadero amor. Pero aquí, la historia tiene, en cambio, un carácter festivo y superficial.
                               
Como se ve, el siglo XIX se inaugura con una inmersión en lo siniestro. Es una consecuencia del advenimiento del Romanticismo, movimiento fundamentalmente anglo-alemán. En él se produce una alteración radical del concepto de Belleza, caracterizada ésta por el orden, la armonía, la mesura, lo limitado y la proporción, y se pasa a la categoría estética de lo Sublime, que Kant explorará en su Crítica del juicio, haciendo compatible la infinitud y la desmesura con la perfección. El sentimiento doloroso, mezcla de angustia y temor frente a la desmesura de la Naturaleza, se torna en placer por la aprehensión de lo informe y desmedido por medio de la Razón kantiana y en virtud de la sensibilización de lo infinito. Ese fondo ideológico de Kant es el que el Romanticismo tratará de elevar a categoría artística. La Belleza será ya la encarnación de lo infinito en lo finito. Esa divinidad velada, que desde el abismo, desde el corazón de las tinieblas se nos asoma, se revela como lo siniestro. En alemán siniestro se dice unheimlich, que es el antónimo de heimlich, que significa lo íntimo, familiar, hogareño, confortable, pero heimlich también significa secreto, oculto, misterioso, clandestino, y de estas acepciones ya no es antónimo. Lo siniestro sería a la vez unheimlich y heimlich. Sería algo que fue familiar y llegó a ser inhóspito, algo que al revelarse muestra su faz siniestra, algo que debiendo permanecer oculto, en palabras de Schelling, produce, al revelarse, el sentimiento de lo siniestro. Freud en su libro Lo siniestro (Das Unheimliche), nos da su conceptualización, y nos lo asocia con la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado sea, en efecto, viviente. Tal el caso  de las figuras de cera, de los autómatas, de las muñecas, de las estatuas que cobran vida: esa ambivalencia que produce un sentimiento de promiscuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, llegando, turbadoramente, a lo más hondo del erotismo. También aluden a lo siniestro los descuartizamientos, las amputaciones, especialmente de órganos íntimos y delicados (heimlich), como los ojos o el sexo. Tal el caso de Olimpia y el relato del arenero. Importancia cobrarán los ojos, interpretados por Freud como inconsciente miedo a la castración. Freud sugiere que lo siniestro se da cuando lo fantaseado por el sujeto, de forma autocensurada se produce en lo real, o sea, la realización de un deseo íntimo y prohibido.
Ahora bien, para preservar el efecto artístico de la obra de arte (pintura, narración) de la presencia de lo siniestro, lo real y lo imaginario deben hilvanarse en una mezcla de ambigüedad y sabiduría, para mantener a lo siniestro velado y en forma de ausencia. Cobra significación el aforismo de Rilke, de que “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Según el gran ensayo de Eugenio Trías, “lo bello sin referencia metonímica a lo siniestro, carece de fuerza y vitalidad para poder ser bello…, lo siniestro presente sin elaboración y sin metáfora… destruye el efecto estético…, y la belleza es un velo… a través del cual debe presentirse el caos”. Tal vez una de las obras de arte más famosas de todos los tiempos pueda servir de perfecto ejemplo de lo anterior: El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. El cuadro nos presenta a Venus (la Afrodita griega) en el momento primordial de su nacimiento de la espuma del mar, producto de la castración de Urano, el dios de los cielos. Es la Afrodita Urania, nacida sin madre. Urano, según Hesíodo, fue castrado por su hijo Cronos, con su famosa hoz. Cronos arrojó los testículos de Urano al mar y del semen esparcido por las olas surgió la espuma marina de la que nació la Venus Celestial, la Belleza originaria. Venus está de pie, desnuda y con los cabellos desplegados, en un movimiento suspendido, en la concha marina que flota sobre la espuma y rodeada de flores y animalitos. A la izquierda el viento Céfiro está a su tarea de empujar con su soplo la concha hacia la orilla, y a la derecha la Primavera corre a ofrecer un manto de flores para tapar la desnudez de Venus, en el instante mismo de su nacimiento. Es ese instante de belleza lo que constituye el velo que nos tapa esa escena siniestra y cruel de la castración que estaría en el origen mismo de la diversificación del Uno. Esto es, Afrodita sería la primera encarnación del principio creador, Urano, concebido como Dios Padre. Pero, El Nacimiento de Venus es una obra del Renacimiento, en la que todavía se encuentra intacto el velo que nos encubre el abismo ontolólico que se encuentra detrás, y es la razón por la que atrae magnéticamente al que la contempla, atracción a cargo, únicamente, del inconsciente.

El nacimiento de Venus, Botticelli, 1480

Pero, a partir del siglo XVIII-XIX, ese velo comienza a presentar agujeros, rasgaduras, que dejan entrever fugazmente eso que estaba antes ausente, lo más recóndito de la vida, su núcleo ancestral y secreto, el núcleo inconsciente de lo simbólico, y hacen peligrar el efecto estético por caminar el arte por el borde vertiginoso de una navaja. Desde entonces no se ha dejado de recorrer esa senda cada vez más peligrosa, explorando las catacumbas del psiquismo mediante nuevas categorías estéticas, como lo macabro, lo demoníaco, lo excremental, una estética inaugurada por Kant, y aunque éste había puesto como límite el asco para mantener en su sitio el efecto estético, en la actualidad parece haberse sobrepasado dicho límite.

                  
La galería de criaturas alumbradas por el hombre a imitación del Dios bíblico es interminable. El Golem es en la mitología judía un ser animado fabricado a partir de materia inanimada. Scholem, en su obra La Cábala y su Simbolismo, escribe que el golem es una figura que cada treinta y tres años aparece en la ventana de un cuarto sin acceso en el gueto de Praga. La palabra Golem también se usa en la Biblia y en la literatura talmúdica para referirse a una sustancia embrionaria o incompleta. Las primeras historias sobre golems se remontan al principio del judaísmo. Los golems habrían sido creados por rabinos ilustres, personas creyentes y poderosas por su acercamiento a Dios y, como tales, capaces de crear vida. Como Adán, el golem es creado a partir del barro, insuflándole después una chispa divina que le da la vida, de manera que la creación de Adán es descrita en un principio como la creación de un golem. Sin embargo, el golem sería solamente una sombra del creado por Dios, ya que, entre otras cosas, el golem carecería de alma y no tendría la capacidad de hablar. El relato más famoso hace referencia a Judah Loew ben Bezalel, un rabino del siglo XVI, al que se le atribuye haber creado un golem para defender al gueto de Praga de los ataques antisemitas, así como para atender al mantenimiento de la sinagoga. Aparecía en 1847 en una colección de relatos judíos. De acuerdo con la leyenda, el golem fue hecho de la arcilla de la orilla del río Moldava y traído a la vida tras realizarse los rituales y conjuros prescritos en hebreo. Cuando el golem creció más, también se puso más violento y empezó a matar a las personas y a difundir el miedo. Al rabino Loew le prometieron que la violencia en contra de los judíos cesaría si el Golem era destruido. Para destruir el golem, eliminó la primera letra de la palabra "Emet" de su frente para formar la palabra hebrea que representaba la muerte. La leyenda ha ido cambiando dramáticamente con el tiempo, pasando a convertirse el golem en la creación de místicos ambiciosos que inevitablemente serían castigados por su blasfemia, muy similares al Frankenstein de Mary Shelley. Notoria es la novela de Gustav Meyrink, El Golem, de 1915, basada en los relatos anteriores, y que dio lugar a la película de cine mudo de 1915, dirigida por Paul Wegener.
Es el cine, el gran arte del siglo XX, el arte en la época de la reproductibilidad técnica, el que ha tomado el relevo de la literatura siniestra y perturbadora en el imaginario del gran público, y logra extraer el efecto de belleza de situaciones dolorosas y angustiosas. En la película Las manos de Orlac (Mad Love) de Karl Freund (1935), interpretada por Peter Lorre, aparece un personaje obsesivo llamado Doctor Gogol que se enamora de una actriz, lo cual le llevará a robar su efigie de cera para contemplarla en su estudio. La actriz lleva a su marido a Gogol para que éste le recomponga las manos que le han sido amputadas en un accidente, el cual le implanta unas de un condenado a muerte, que cobrarán vida propia y asesinarán sin control. Saltando por encima de la argumentación hasta el final, la actriz es descubierta en el apartamento de Gogol, y para ocultarse finge ser la figura de cera que es su doble. Al descubrirse, Gogol cree, enajenadamente, que su amor ha vuelto a la vida y es muerto antes de matarla, por no ser correspondido. Se repiten los arquetipos ya familiares: la muñeca de cera, el doble de la amada, la doble personalidad de Gogol, el amor psicótico, las amputaciones, el erotismo reprimido, y otra vez Freud con su asociación entre la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado esté vivo.
Se aludirá también al mito de Pigmalión cuando alguien trate de moldear la personalidad de otro a su conveniencia o gusto. Podríamos, pues, entroncar con el mito la película inaugural del expresionismo alemán, El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene (1920), en el que un doctor de un hospital psiquiátrico en compañía de su fiel e hipnotizado Cesare, está vinculado con una serie de crímenes en un pueblo de montaña alemán. La idea inicial de los guionistas era denunciar la actuación del Estado alemán durante la Gran Guerra: Caligari induciría a un sonámbulo a cometer asesinatos del mismo modo que el Estado alemán inducía a un pueblo dormido a perpetrar crímenes, que de hecho se consumarían en la 2ª guerra mundial. El guión se modificaría por los productores, resultando, no obstante, una obra maestra de lo que se llamaría una “vuelta de tuerca” en el cine. Historia en la línea macabra e inquietante de todo lo expuesto.
                                   
La misma alusión anterior de moldeado de la personalidad, se puede hacer a la obra de teatro Pigmalión de George Bernard Shaw (1916), pero con una semblanza festiva y amable, en las antípodas de lo anterior. La obra comienza con el profesor de fonética Higgins, un soltero empedernido, tomando notas en la salida del Covent Garden y tropezando con una florista, Eliza Doolite, de lengua vulgar y dicción detestable. Higgins apuesta con un amigo que en seis meses podrá hacer de la vulgar florista una dama de modales y habla impecables. Por casualidad, Eliza aparece para tomar clases de dicción y comienza el adiestramiento del personaje. No se trató aquí de dar vida a un ser inanimado, como en el mito clásico, sino de moldear a una criatura viva con una nueva mente, insuflarle, metafóricamente, una nueva vida y dotarla de una personalidad de acuerdo con su nuevo “creador”. La transformación tiene lugar y los dos personajes se enamoran, aunque no puedan vivir juntos. Eliza terminará casándose con otro personaje de la obra. Naturalmente, Eliza era un diamante en bruto, ya que, de lo contrario, difícilmente hubiera podido ser pulido. Una versión de la obra se llevaría al cine musical con gran éxito en los años 60, My Fair Lady dirigida por George Kukor y protagonizada por Rex Harrison y Audrey Hepburn. Nadie mejor que la Hepburn para encarnar a esa crisálida transformada en mariposa, cuya eclosión se produce al ser presentada en sociedad en las carreras. Hollywood fue más benévolo en su final que la obra original en el suyo, destinando Eliza al profesor. En la realidad es dudoso que alguien tenga éxito en el modelado de la personalidad de otro, salvo en circunstancias enfermizas.
Otra película de gran éxito, que podemos considerar una secuela de la anterior, es Pretty Woman, protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts. Aquí, una prostituta callejera es contratada por un “tiburón” financiero, cuyo cometido es liquidar sin piedad empresas en dificultades, para acompañarle durante su breve estancia en el lugar. Para ello dota a la protagonista de ropas caras, le enseña a comer, a moverse, a comportarse… y se produce la transformación, que se hace patente cuando, llevada a la ópera, derrama lágrimas al oír un aria de ópera (Tosca?). Como se ve, todo muy superficial y sin grandes complicaciones. Los dos se enamorarán y se producirá, de rebote, una humanización del personaje sin escrúpulos. Una redención por el amor en ambos sentidos. Versión libre, además del mito clásico, del cuento de la Cenicienta.
Dejando al margen los últimos ejemplos, paréntesis anecdóticos, no es posible dejar de hacer mención a la gran obra de Alfred Hitchcock, heredera de la tradición expresionista alemana y freudiana, y que sintetiza como ninguna el trasfondo legendario y onírico de mitos como Pigmalión, Tristán u Orfeo y Eurídice. Especialmente en la mejor de sus obras: Vértigo, en la que se dan, en una sabia mezcla, todos los elementos y motivos aquí expuestos, característicos de lo siniestro, como por ejemplo los ojos, omnipresentes, reales o metafóricos (también presentes en filmes como Psicosis o Los pájaros), pero cuyo análisis escapa a este espacio. 
La influencia de la creación de todo tipo de monstruos de laboratorio, mágicos o científicos, se hará sentir en los androides o robots a lo largo del siglo XX, tendencia inaugurada con el robot antropomorfo femenino de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, y herederos de los autómatas del siglo anterior, pero perfeccionados por el avance de la técnica. Metrópolis es una distopía (utopía con caracteres negativos) urbana futurista. El filme se desarrolla en el año 2026, en una ciudad-estado de enormes proporciones. La sociedad se ha dividido en dos grupos antagónicos y complementarios: una élite de propietarios, que viven en la superficie, viendo el mundo desde los grandes rascacielos y paisajes urbanos, y una casta de trabajadores que viven bajo la ciudad y que trabajan sin cesar para mantener el modo de vida de los de la superficie. Se inicia una rebelión cuya alma es una carismática líder llamada María. Para contrarrestar la rebelión, el dirigente de Metrópolis encarga un robot a un científico, con apariencia humana, con objeto de suplantar a María y sabotear sus planes; pero el científico, por venganza, invierte el propósito y convierte al robot en el promotor de la destrucción de la ciudad. La destrucción afecta a los propios trabajadores que, buscando venganza, queman al robot pensando que era María. Cuando descubren la verdad persiguen al creador del robot y le dan muerte. Así, una vez más, el creador y su obra son destruidos. La película tiene un trasfondo ideológico interesante que escapa a este análisis.
Imposible terminar sin hacer mención a Blade Runner de Ridley Scott (1982) y protagonizada por Harrison Ford. La película describe un futuro en el que humanos artificiales son fabricados mediante ingeniería genética, a los que se denomina replicantes. Idénticos físicamente a los humanos, aunque con mayor agilidad y fuerza física, pero careciendo de la misma respuesta emocional y empatía, son empleados como esclavos en trabajos peligrosos en las colonias exteriores de la Tierra. Los replicantes fueron declarados ilegales en el planeta Tierra tras un sangriento motín ocurrido en el planeta Marte, y un cuerpo especial de la policía, los Blade Runners, se encarga de identificar, rastrear y matar (o “retirar”) a los replicantes fugitivos que se encuentran en la Tierra, un modelo Nexus-6 que tiene una vida limitada a cuatro años como salvaguarda contra su desarrollo emocional inestable. Estos son: Roy, un comando, León, soldado y obrero, Zhora, una trabajadora sexual entrenada como asesina, y Pris, un modelo básico de placer. Tenemos, pues, al ser humano como creador de una criatura artificial, su doble, que se rebela contra su creador, al que destruye (sacándole los ojos!) por querer ser persona real  y no poder prolongar su vida, y que es destruido a su vez; y al protagonista humano Rick Deckard, que se enamora de una replicante. Es una de las películas de ciencia ficción mejor escritas que, una vez más, muestra las implicaciones éticas que conlleva el dominio de la ingeniería genética. El hecho de que estos seres acaben por atacar a sus creadores, en todos los ejemplos expuestos, se puede interpretar como una suerte de advertencia ante el uso irreflexivo de fuerzas “mágicas” que acaban por rebasar las intenciones del creador y se vuelven incontrolables.
¿Por qué esta persistencia en el tiempo de la fascinación por ciertos mitos, en este caso el de Pigmalión? Freud daría una respuesta a esta pregunta: pese a las diferencias históricas y culturales a lo largo del tiempo, subsistirían idénticas estructuras antropológicas referentes a nuestros deseos inconscientes y a las fantasías que generan, enmascaramiento simbólico según mecanismos propios de nuestro psiquismo inconsciente, y que se hacen patentes en nuestros objetos culturales, como folklore, arte, mitos, religión, etc. Son esos deseos inconscientes arcaicos y ancestrales, convertidos en tabúes y expulsados de nuestra consciencia, los que retornan espectralmente en clave siniestra. Ahora bien, aunque retornan una y otra vez, lo hacen en clave distinta, y la clave de los últimos dos siglos, desde que a partir de la modernidad el hombre occidental ha sufrido una escisión, un desgarramiento debido a las contradicciones de no poder superar la tensión de un tiempo que pregona un progreso infinito que le otorgará felicidad, está en correspondencia con unas sociedades que han destapado lo más fétido de sus cloacas y como anuncio de lo que habría por venir. No es extraño que las grandes cuestiones, una y otra vez controvertidas, sean temas relativos a la vida: aborto, infanticidio, eutanasia, genocidio, pena de muerte, experimentos genéticos, creación artificial de vida… temas que nos retrotraen y nos enfrentan a las prohibiciones de los tiempos míticos de la Creación en todas las religiones, en la matriz de aquellas estructuras antropológicas mencionadas.

Jorge Luis Borges
                       
                             

               
                                          
                     
                                 
Vértigo de Hitchcock (La doble Madeleine)

                                           

                  




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