Charles Bronson es un tipo duro del cine. Sus
facciones prominentes y sus rasgos atezados hubieran podido encasillarlo
fácilmente dentro de papeles de villano. Sin embargo, no ha sido así. Como rudo
vaquero, indio perseguido e indómito, pacífico ciudadano o policía honesto,
casi siempre ha encarnado al paciente individuo que asiste, en carne propia o
ajena, a los abusos de grupos o individuos, que, confundiendo bondad o
educación con debilidad, se encaraman sobre los derechos ajenos, pisoteándolos
sin piedad, humillando y escarneciendo a sus víctimas. Hasta que, a fuerza de
tirar de la soga, ésta se rompe, cruzándose así una línea roja en virtud de lo
cual, el paciente protagonista, sin apenas alterarse, pasa a la acción. Busca
armas, que aparecen como por ensalmo, y empieza a “hacer justicia”. Los
indeseables encuentran, pues, lo que merecen, con regocijo general de los
espectadores, que han asistido hasta entonces, impotentes, a las fechorías de
los malos.
Una ambientación típica de estas películas es
la que transcurre en una ciudad norteamericana venida a menos, cuyo centro
medio abandonado, con solares vacíos, casas derruidas o deterioradas, es
habitada únicamente por personas empobrecidas o jubilados que malviven con sus
insuficientes pensiones (situación real de muchas ciudades americanas: ver el
blog del 23 de julio de 2013). Ese centro está tomado por pandillas de
drogadictos que hacen la vida imposible a los indefensos habitantes,
incendiando, saqueando y hasta matando, con la total ausencia de la policía, hasta
que nuestro protagonista, generalmente un ex marine,
va hasta un baúl escondido y empieza a sacar armas de todo tipo: pistolas,
fusiles, granadas de mano y hasta lanza granadas, y, municionado así, empieza a
liquidar delincuentes de forma masiva, poniendo en fuga a los pocos
supervivientes. A veces se queda con la chica y colorín colorado …
Este tipo de películas se pueden catalogar
como detestables desde el punto de vista cinematográfico, pero su incansable
repetición monotemática, con sus múltiples variantes, parece revelar un deseo
de satisfacer a un público que, de alguna forma, se ve reflejado o ve reflejada
su realidad circundante. Una realidad que denota pobreza, delincuencia e
impunidad. Este público sufre, pues, una especie de catarsis, descargando así
sus frustraciones y volviendo a su casa reconfortado. Si bien la realidad no ha
sido alterada, por lo menos en la pantalla se ha “hecho justicia”. No se
trataría pues, de un ejercicio de violencia gratuita, de sed de sangre, como en
el circo romano, de unos espectadores que vibran con los muertos y los tiros,
como en principio pudiera pensarse, sino, tal vez, de unos espectadores
ansiosos de que triunfe el bien sobre el mal, cosa difícil de ver en sus vidas
cotidianas.
Otro personaje de éxito es el policía Harry
Callahan que encarna Clint Eastwood, que, saltándose muchas veces los
procedimientos burocráticos, liquida a los delincuentes por la vía expeditiva,
eso sí, en defensa propia, con gran enfado de su inepto jefe y del político de turno
responsable de la policía, que representan el contrapunto al eficaz agente .
Hay que decir que los personajes son simples y arquetípicos: el policía es muy
íntegro, el jefe de policía muy tonto, el político muy corrupto y el
delincuente muy malvado, de modo que el espectador no alberga ninguna duda ni
remordimientos al respecto.
¿Qué consecuencias se pueden sacar de estas
anécdotas cinematográficas? Trasladándonos a coordenadas más cercanas, ¿con qué
nos encontramos o, por lo menos, cual es la apreciación del ciudadano de lo que
sucede? El ciudadano percibe una casi total impunidad en la represión de los
delitos. Y la impunidad es la madre de todos ellos. En una sociedad civilizada,
se dice, el ciudadano debe delegar su seguridad en las instituciones dedicadas
a velar por ella, como la policía, los jueces y los legisladores, pero,
demasiado a menudo, observa cómo esa cadena falla estrepitosamente, por uno o
por todos sus eslabones. Los delincuentes son puestos con demasiada frecuencia
en libertad, con o sin cargos, esperando juicios que se eternizan, y volviendo
a cometer uno o cien delitos más. Los jueces dictan sentencias inexplicables,
con general escándalo. Los legisladores no actualizan las leyes ni las
sanciones. La policía, aparte de sus propias ineficiencias, se desmoraliza al
constatar la inutilidad de sus esfuerzos. En resumidas cuentas, el Sistema hace
aguas por todas partes, y la causa de ello puede que se deba a razones
ideológicas persistentes en el tiempo que impiden que el sentido común se
imponga.
El actual estado de pensamiento parece
derivarse de una concepción roussoniana de que el hombre es bueno por
naturaleza y la sociedad lo pervierte, pensamiento promovido de forma simplista
por ideologías que se han posicionado a la vanguardia de ciertos movimientos
sociales, por lo que predomina una concepción de la represión del delito basada
en la regeneración del delincuente, ya que en el fondo la sociedad habría
tenido la culpa de su comportamiento. Eso llevaría, de forma natural, a una
permisividad tanto en la enseñanza de lo que es correcto o incorrecto, como en
las sanciones por el incumplimiento de las leyes. La cuestión no es baladí. Ya
en el siglo V a.c., en la Atenas de Pericles, el filósofo sofista
Protágoras tenía una visión diferente: el hombre es malvado por naturaleza y
únicamente la sociedad, por una cuestión utilitarista, puede redimir al hombre
de su perversión: la virtud puede ser aprendida y, por tanto, debe ser
enseñada. Para ello, el argumento fundamental es el castigo del culpable, que
solo tiene sentido para evitar una venganza irracional. En Platón, Diálogos, Protágoras, 324
a , b se
lee:
...Porque nadie castiga a los malhechores
prestando atención a que hayan delinquido o por el hecho de haber delinquido, a
no ser que se vengue irracionalmente como un animal. Pero el que intenta
castigar con razón no se venga a causa del crimen cometido (pues no se
lograría hacer que lo hecho no haya acaecido), sino con vistas al futuro, para
que no obren mal de nuevo ni éste mismo ni otro, al ver que éste sufre su
castigo. Y el que tiene ese pensamiento piensa que la virtud es enseñable. Pues
castiga a efectos de disuasión...
Y esta es la clave, no se debe castigar como
una purificación del daño anterior, sino como medida disuasoria. Vemos que casi
2500 años más tarde la polémica sigue en pie.
Pero, cuando el Sistema falla y sigue
empeñado en advertir a los ciudadanos a renunciar a la legítima defensa, cuando
parece proteger más a los delincuentes que a las víctimas, puede surgir la
tentación de “tomarse la justicia por su mano”. Y aquí llegamos al meollo de la
cuestión, ¿sería lícito, en esas circunstancias extremas, semejante conclusión,
o debe dejar el ciudadano que lo sigan humillando, vejando y hasta matando como
a un cordero indefenso y, en todo caso, refugiándose en el cine como evasión a
sus problemas? No olvidemos que siempre que haya indefensión habrá alguien
dispuesto a aprovecharse de ella. O el Sistema vuelve a funcionar o vendrán
malos tiempos.