El
tema puede parecer frívolo, pero, su crítica, tal vez no. De adolescentes (en
determinada geografía y muchas décadas atrás) leíamos a Tarzán. Los que lo
hacíamos despreciábamos a los que veían solamente sus películas. Estaba mal,
pero, tenía su fundamento: el más conocido Tarzán del cine era un tipo
bobalicón, que apenas articulaba dos palabras (yo Tarzán, tú Jane), con una
compañera "poquita cosa" y un chimpancé por mascota. El protagonista
debía todo su mérito a haber sido campeón de natación en su vida real. De
hecho, el principal numerito era matar al cocodrilo en su medio. Pero, el
Tarzán de los libros era otra cosa… eran novelas (24 volúmenes) llenas de
imaginación, sin pretensiones literarias, con una lectura fácil y vertiginosa,
que ahora, con gustos literarios más pulidos, nos parecen muy simplonas. El
protagonista era un sujeto con dominio de varios idiomas, aparte de su facultad
para comunicarse con todo tipo de fieras, y con capacidad de aprender en poco
tiempo el idioma de las civilizaciones perdidas con las que entraba en
contacto. Eso era lo más emocionante: esas civilizaciones perdidas, que, cómo
no, estaban en un continente inmenso, el africano, bastante inexplorado por
aquélla época, y conocido sólo a través de libros y revistas. Estamos hablando
de 1914 (a punto de cumplirse 100 años), cuando se publicó en libro Tarzán
de los monos (Tarzan of the
Apes) del escritor norteamericano Edgar Rice Burroughs (escritor prolífico
también en ciencia ficción). Solo en 1984 el cine se redime, con una película
protagonizada por Christopher Lambert y dirigida por Hugh Hudson, que resulta
bastante fiel a la historia original.
Por entonces, año de su publicación, el
Imperio británico estaba casi en su apogeo. África ya se había repartido entre
las Potencias en la
Conferencia de Berlín de 1885, en la que Alemania se había
reservado su buena porción. Con el resultado de la 1ª guerra mundial, el África
colonial alemana pasa a los vencedores e Inglaterra hereda buena parte de la
misma con la “tutela”, por mandato de la Sociedad de Naciones, de parte de Togo y de
Camerún y Tanganika, y que, con Francia, se reparte prácticamente el continente
africano, salvo el Congo Belga, las colonias portuguesas e italianas y poco
más. África seguía siendo en gran parte desconocida, incendiando la imaginación
de los lectores de todo el mundo, como otros sitios inexplorados del planeta
(cada vez menos), y las novelas de aventuras con su punto esotérico, basadas en
ese continente, eran éxitos seguros. Eran la alimentación juvenil de aquellas
épocas. Anotemos al escritor H. Rider Haggard y su famosa Las minas del rey Salomón (1885), con el aventurero Allan Quatermain y otras de
la saga. No hacía mucho que las famosas exploraciones de África habían tenido
lugar (a lo largo del siglo XIX), y aún se guardaba en la memoria las
incursiones de Burton y Speke y sus rivalidades (1858-62), en busca de las fuentes
del Nilo Blanco y las míticas Montañas de la Luna , ya mencionadas por Ptolomeo: exploraciones auspiciadas
por la Sociedad
Geográfica de Londres (tapadera para la expansión colonial
del Imperio). También, las correrías del predicador Livingstone por el Zambeze
y los lagos Nyassa y Tanganika (1848-72), y el viaje, en busca de Livingstone,
del periodista americano Stanley (1872).
Junto
al apogeo del Imperio británico, estaba su fe en su misión al frente de la
civilización, rescatando a los pueblos “inferiores” de su atraso y llevando el
progreso a todos los rincones del planeta, como una nueva Roma civilizadora. No
olvidemos, de paso, la creencia, más o menos difusa, de todos los pueblos
nórdicos, en aquella época, en su superioridad racial, incluyendo a los
anglosajones. No cabe duda de que Burroughs era un buen anglófilo, y todo ello
explica el trasfondo del personaje de Tarzán. Veamos. La primera novela de la
serie y clave de las demás, narra el viaje de John Clayton, hijo de Lord
Greystoke, que, en compañía de su reciente esposa, naufraga en las costas
occidentales de África, siendo los únicos supervivientes. Llegados a la costa,
construyen una cabaña en los árboles con los restos del naufragio, y allí la
mujer da a luz a un niño, a resultas de lo cual fallece, dejando al
inconsolable marido con un recién nacido. La situación se presenta poco
halagüeña y, de hecho, empeora, ya que un grupo de grandes simios aparece de
pronto, matando al hombre. Cuando está a punto de sucederle lo mismo al bebé,
una hembra de simio que arrastra a su bebé muerto, se hace cargo del recién
nacido, amamantando y criando a la criatura a partir de ese momento (la idea no
es nueva, en el Libro de la Selva de Rudyard
Kipling, 1894, Mowgly es amamantado y criado por lobos). No sabemos de qué
clase de simios se trataba, ya que en el planeta sólo existen tres grandes
simios, el gorila, el chimpancé y el orangután (este último en las selvas de
Indonesia). Por la descripción parecen tener el tamaño del hombre pero capaces
de desplazarse de rama en rama como un chimpancé. Contradicciones que siempre
fueron difíciles de llevar a la pantalla.
Y
aquí empiezan los problemas, porque es poco probable que alguien sobreviviera
en semejantes condiciones. Nadie daría un duro por un ser desnudo, amamantado
por un simio, en un ambiente húmedo y malsano como una selva tropical. Pero, en
el supuesto de que sobreviviese, crecería raquítico, comido de parásitos, con
las conexiones neuronales poco adecuadas a adaptarse a una vida civilizada y a
tener don de lenguas, y, desde luego, poco apto para alzarse sobre los demás
miembros de la especie adoptiva. En cambio, tenemos a un ser humano magnífico,
atlético y sano y con una mente desarrollada como si hubiese terminado sus
estudios en Oxford. Hasta es capaz de leer gracias a un juego de figuras y
letras que su progenitor había rescatado del naufragio y que ha estado
consultando en sus visitas a la cabaña abandonada. La novela hace filigranas en
la descripción del proceso cognitivo. Y éste es el meollo y moraleja de la
cuestión: cómo, un individuo, en medio de las adversidades y peligros de la
naturaleza salvaje y, adornado de los mejores instintos y nobleza de carácter,
es capaz de vencer a aquélla y alzarse como Señor de las Fieras, gracias a su
herencia genética civilizada y, por supuesto a sus antecesores británicos de
noble cuna. Y si no, vean esta perla. En determinada novela, el protagonista ve
en peligro a un niño que está a punto de sucumbir a manos de una fiera, y aquél
acude en su ayuda, describiendo el autor, así, la situación:
“
…el pequeño se encontraba acorralado por la fiera y sin escape ni salida posible.
Las primitivas leyes de la selva, que habían guiado y gobernado la juventud de
Tarzán de los Monos, no le empujaban a aceptar la responsabilidad que suponía
asumir el papel peligroso de salvador, pero en sus venas había ardido siempre
la llama caballeresca de los grandes señores, legado
de sus antepasados ingleses, que le empujaba a arriesgar con frecuencia su
propia vida por salvar la de los demás.”
¿No
es deliciosa esta mezcla de ingenuidad y arrogancia?
Era
una época en la que las clases altas inglesas iban a África a cazar a todo
aquello que se moviera. Sorprende que quedara algún león vivo. No había piedad
para con un recurso que en esa época parecía inacabable. Por lo que sorprende,
en el autor, cierta anticipación, con matices, por una sensibilidad ecológica
que tardaría en llegar, en sintonía, por cierto, con Kipling, en la
humanización de los animales y en la hostilidad de la naturaleza sólo para
aquellos incapaces de comprenderla.
No
sorprende que el personaje tuviera tanta fortuna, porque representaba, en el
fondo, la mentalidad dominante de una época y, en concreto, de un Imperio, que,
finalmente, domeñaba a la naturaleza con éxito, incluyendo en la naturaleza a
todos esos pueblos primitivos que merecían ser salvados por el Progreso. Todas
las épocas tienen sus iconos y, no se dude, las actuales también, que son, en
el fondo, concreción propagandística, no necesariamente consciente, de ideas o
intereses dominantes, por muy inofensivas que parezcan. Cuanto más inofensivas
más eficaces. Y una conclusión paradójica: sigan leyendo a Burroughs.