Acaban de estrenar en Madrid la película Hannah Arendt de la realizadora alemana
Margarethe von Trotta, sobre el episodio de la vida de Arendt relacionado con el
secuestro de Eichmann en Argentina por los servicios secretos del nuevo Estado de
Israel y su posterior juicio y ejecución. Juicio al que asistió Hannah Arendt
en Israel en calidad de corresponsal de un periódico norteamericano. La
publicación de los reportajes y la posterior publicación del libro que
describía los hechos referidos, le acarreó no pocas complicaciones y
enemistades entre sus amigos y compatriotas judíos, que no compartieron ni
alcanzaron a comprender su punto de vista expresado en el libro Eichmann en Jerusalén.
Arendt era judía y fue alumna brillante y amante
de Heidegger en Berlín. La acomodaticia
postura de Heidegger respecto del Tercer Reich es bien conocida. Por lo que
respecta a Arendt, fue internada en un campo de detención francés, consiguiendo
un visado hacia los Estados Unidos y, librándose así, milagrosamente, de un fin
más que previsible.
Eichmann fue un burócrata intermedio dentro de la
organización de la Alemania
nazi y, en concreto, en las S.S. de Himmler, cuyo cometido era la organización
de la deportación de los judíos de Alemania y de Europa. Eichmann, en la
apreciación de Arendt, era un individuo vulgar , un individuo mediocre que se
limitaba a cumplir órdenes de su jerarquía y de su Führer, sin discutirlas y
sin plantearse su legitimidad o su moral, porque eso era lo legal y lo
contrario hubiera sido inconcebible, como él mismo declaró en el juicio. Por lo
tanto, Eichmann no era simplemente un monstruo sino un individuo corriente que
cumplía órdenes monstruosas. Fue lo que Arendt bautizó como la Banalidad del Mal (acuñación que tuvo fortuna).
Además Arendt sacó a relucir las responsabilidades de los Consejos Judíos que
existían en las comunidades judías, y que ayudaron a las autoridades en
Alemania y demás países en la deportación ordenada de sus correligionarios,
posiblemente creyendo que les esperaba un futuro mejor o una deportación a
países neutrales, cosa, por otro lado, que también se puso de manifiesto en el
juicio. Eso podría explicar que todos los judíos hubieran sido conducidos como
corderitos sin resistencia hacia el exterminio. La posibilidad de una
resistencia hubiese, tal vez, significado el ahorro de gran número de víctimas.
Obviamente, esa “acusación”, mal interpretada, fue el objeto de las iras de
todos los judíos, dentro y fuera de Israel.
Arendt puso en entredicho la legalidad del juicio
porque, a su parecer, había demasiadas circunstancias que lo hacían dudoso.
1º La detención y secuestro de un individuo en un
país distinto que no reconocía la extradición.
2º La deportación clandestina a Israel.
3º La no existencia del Estado de Israel cuando se
produjeron los hechos por los cuales Eichmann había de ser juzgado.
4º El único precedente era el juicio internacional
de Nuremberg por crímenes contra la humanidad, sin que, por cierto, tampoco
existiera entonces esa figura delictiva.
Arendt abogaba, en consecuencia, por un tribunal
internacional. Sus problemas y las tergiversaciones de que fue objeto en
periódicos y revistas de todo el mundo, derivaron de esa postura puramente
intelectual. Arendt decía que no había que dejarse llevar a esos extremos por
las emociones, sino que había que pensar
para tener un criterio: la única forma de librarse de las opiniones dominantes,
no hacer que el mal se haga banal, porque eso era la forma de caer otra vez en
el totalitarismo. Esta fue una opinión difícil de mantener en aquellos momentos
por las sensibilidades a flor de piel existentes, pero, precisamente eso, da
idea de la altura intelectual de Hannah Arendt. La película, obviamente, se
queda coja de la descripción y de las argumentaciones que proporciona el libro Eichmann en Jerusalén, pero eso es
inevitable.
Recordé, al terminar la película, el prólogo de
Orwell (socialista sin partido) a su Rebelión
en la Granja (1943),
en el que denuncia a la intelectualidad británica de la época por su postura
sectaria a favor incondicional de la
URSS y del estalinismo. Ninguna crítica tenía lugar que no
fuese el halago incondicional a la política de Stalin. Las purgas, si existían,
tenían razón de ser, incluso para los no partidarios de la pena de muerte. Lo
que exigía la ortodoxia dominante era una admiración acrítica de la Rusia soviética. En un
párrafo de dicho prólogo se lee:
“El
servilismo con que la mayor parte de la intelectualidad inglesa se ha tragado y
ha repetido la propaganda rusa desde 1941 resultaría sorprendente si no se
hubiese comportado así en otras ocasiones. En una cuestión controvertida tras
otra, se ha aceptado el punto de vista ruso sin discusión alguna, y se ha
publicado con total desprecio por la verdad histórica o la decencia intelectual”
Para Orwell eso no era nada nuevo. Ya venía
escarmentado de su experiencia española (Homenaje
a Cataluña). Ni que decir tiene que la mayor parte de la intelectualidad
europea comulgaba con este servilismo intelectual. Algunos siguen hasta hoy.
Pues bien, es en esos ambientes de pensamiento único dominante, cuando se
consolidan, ya sean nacionalismos o ideologías de cualquier tipo, en los que
cualquier monstruosidad se puede convertir en banal. La banalidad del mal.
Nota: Algunas obras de Hannah
Arendt:
Eichmann en
Jerusalén, Los orígenes del totalitarismo