Han trascurrido casi 100
años desde la aparición del Ulises de
James Joyce, y desde entonces la novela no ha dejado de suscitar las más
encendidas controversias en todos los aspectos que se puedan contemplar, desde
los formales, puramente literarios, hasta los relacionados con la trama, con
los personajes, con Dublín, con las múltiples referencias literarias,
históricas, religiosas o políticas que conforman el impresionante caleidoscopio
que Joyce nos presenta, pasando, como es natural, por las posibles relaciones
entre los capítulos de la obra (personajes y situaciones) y los distintos
cantos de la Odisea de Homero. Desde
su publicación han sido legión tanto los detractores (Virginia Wolf), como los
entusiastas (T. S. Eliot) del Ulises.
Rechazado, de entrada, por lo que parecía ser una jerga incomprensible, descarnada,
soez y procaz, tan contraria a la bien hablada e hipócrita sociedad de su
tiempo a la hora de expresarse, tanto en papel como en otros soportes
artísticos.
El mundo de Joyce es
sórdido, caótico, pero sobre todo, es expresado de una manera nueva. No de
manera directa, narrativa, de una forma lineal en la descripción de las ideas y
de los hechos, de expresiones y frases, sino en forma paródica de la prosa
clásica, de la literatura solemne, pero todo con estudiada incoherencia. De su
pluma fluyen pensamientos aleatorios, tal como parecen venir a la cabeza. Joyce
parece trasladar al papel el contenido de su inconsciente, de una manera
natural y desprovista de convencionalismos (en una época en la que los
escritores solían trasladar sus pensamientos de manera consciente), y ofrecer
una fiel reproducción de sus pensamientos, divagantes y obsesivos, de todas las
emociones, inhibiciones y represiones que pueblan su mente, lo cual ofrece al
lector un nada halagüeño reflejo del mundo y de sí mismo: lleno de flaquezas y
debilidades, de lujuria y podredumbre, porque
el hombre, viene a sugerir, es el mismo en todos los tiempos, en todos los
lugares y en todas las circunstancias, y todos los hombres son herederos de
todos.
JAMES JOYCE |
Hay que poner la obra en
contexto histórico y tener presente que está escrita entre 1914 y 1921. Con la
Gran Guerra en medio. Pero, ya desde principios de siglo, y aún con
anterioridad, se están produciendo, impetuosamente, una serie de movimientos
artísticos que se darán en llamar el nuevo arte y más tarde las vanguardias
artísticas, y que todo el arte del nuevo siglo, el arte de vanguardia, tendrá una
característica en común en el momento de su surgimiento y más allá: su
impopularidad.
Frente al Romanticismo,
que ha sido por esencia un estilo predominantemente popular, el nuevo arte tenía
a la masa en contra: es por esencia impopular. Ortega ya constataba hacia esa
fecha (La deshumanización del arte) dos
actitudes frente al nuevo arte: una favorable, minoritaria, y otra
desfavorable, mayoritaria (snobs aparte). La razón, aducía, es que a la mayoría
no le gustaba, no porque no le gustase a pesar de entenderlo, sino que no le
gustaba precisamente porque no lo entendía. Se daban, pues, dos tipos de
público: el que lo entendía y el que no lo entendía, el entendido y el no
entendido, lo cual implicaba una especial comprensión por una minoría
especialmente dotada y el consiguiente rechazo de una mayoría por su implícita
incapacidad para la degustación de la belleza. Se producía, pues, una
irritación en la masa por ser un arte dirigido a una minoría dotada. El hombre común
quedaba así, humillado, después de cien años Romanticismo, de alago al pueblo,
como sujeto de todas las esencias históricas y toda legitimidad.
De modo que, cuando más
acceso ha tenido el pueblo al disfrute de las obras culturales, resulta que sus
expectativas se ven frustradas porque el arte se presenta nuevamente para
minorías, como en el Antiguo Régimen, para los mejores que se destacan de la
muchedumbre. Las creencias cada vez más igualitarias entre todos los hombres se
ven aquí puestas en cuestión por esas minorías que se arrogan la capacidad del
gusto y la comprensión de la obra de arte, de su goce estético. Por otro lado,
la mayoría solo gustará de las formas artísticas que relacionen la obra de arte
con las formas reconocibles de la vida, aunque es menester aceptar que esa
identificación no es igual al goce estético. Todo el arte del siglo XIX ha
pecado de realismo y la revolución del arte en el siglo XX ha sido la paulatina
eliminación de ese realismo como imitación, de los elementos “humanos”, de modo
que al final solo podría ser apreciado por una casta especialmente sensible: un
arte para artistas.
Podríamos amplificar la
cuestión diciendo que una característica del arte de siglo XIX, simplificando,
es su realismo y su naturalismo. No es que todo el arte del XIX se identifique
con realismo y naturalismo, pero sí que
existe una fuerte relación entre dichos conceptos y con lo que podríamos llamar popularidad, entendiendo por
tal la identificación del público, del receptor de la obra de arte, con los
motivos expuestos: lo humano, la vida cotidiana, la alegría, el dolor, la
tragedia. De hecho, constatamos, que a lo largo de todo el siglo XIX, en todas
las artes, la forma va perdiendo paulatinamente su consistencia y su seguridad. La línea se va perdiendo,
incapaz de contener la materia. El color se va descomponiendo y alterando. Las
distintas corrientes que van surgiendo chocan irreconciliables con las existentes,
los nuevos artistas chocan contra lo establecido y lo académico, pero, aunque el
estilo que innova aún tarda un tiempo en conquistar la popularidad, termina por
ser aceptado, predominando finalmente su asociación con el binomio
realismo/naturalismo. Es importante resaltar que se trata de una simplificación,
ya que, no todo el arte de ese siglo es popular aunque sea realista ni todo el
arte popular de ese siglo es naturalista o realista. En literatura las obras
populares en el XIX son los folletines, producto de las nuevas condiciones
urbanas y de consumo, del periodismo. No se puede decir que el folletín sea
realista, aunque un gran realista como Balzac fuera folletinista, ya que los
rasgos estilísticos del folletín son el exceso y lo “kitch”. Por otro lado, se
produce un rechazo cuando el realismo/naturalismo se plantea radicalmente, como
en el caso de Zola. Y en el campo plástico, se rechaza a Courbet frente al
academicismo e historicismo. En resumen, lo que sí ha predominado es una narración
en el discurso artístico aunque faltase ese realismo/naturalismo. Esa narración
era común a todas las artes, pero, como es natural, preferiblemente en las
expresamente narrativas, como la novela.
Con el siglo XX se
produce una radical reacción contra el arte anterior, contra la narración,
perceptible en las artes plásticas, pero también en la música y en la
literatura. Nuevas formas de pensar, nuevas mentalidades y nuevas
sensibilidades requieren nuevas formas de expresión en el terreno estético y
cualquier intento de hacer una obra de arte a imitación de las del pasado está
destinada al fracaso, cosa que los artistas saben por instinto. El asco que
siente el nuevo artista ante el arte del pasado es parecido al que siente
alguien con cierta sensibilidad artística ante un museo de figuras de cera,
porque arte y vida le parecen antagónicos. En cada época, sin excepción, los
grandes artistas desbordan el estilo y la poética dominante, pero son deudores
del arte vigente hasta entonces y se puede decir que cada revolución en el
arte, que cada gran estilo surge del agotamiento del anterior.
COURBET |
Pero, de lo que caben
pocas dudas, es de la brutal radicalización del nuevo arte. El mundo había
sufrido una transformación completa desde el comienzo de la revolución
industrial: las nuevas clases sociales, el maquinismo, los nuevos medios de
transporte, la transformación de las ciudades (sustitutas de la naturaleza),
los viajes, la colonización del resto del planeta, y, al final del siglo XIX y
albores del XX, las innovaciones técnicas como la electricidad o el aeroplano,
habían generado una sensación de velocidad y dinamismo en las transformaciones
que se producían, que el lenguaje y los modos convencionales de expresar esa
nueva realidad se habían tornado totalmente inadecuados.
Sorprendente es la
solidaridad que cada época mantiene consigo misma en todas sus manifestaciones:
un mismo estilo inspira todas sus manifestaciones artísticas, en la música, la
pintura, la escultura, la literatura. Es lo que podríamos llamar el espíritu de
los tiempos, el Zeitgeist hegueliano,
que se podría ampliar a todas las manifestaciones humana del momento. En efecto,
esa radical escisión en el campo artístico se produce también en otros
terrenos, como en el social y en el político. Se rechaza la moral burguesa
imperante hasta entonces (el convencionalismo asfixiante victoriano, que
interpretaba todo en términos morales y espirituales, y para el que la
gratificación de los sentidos era, por supuesto, pecaminosa), empezando por los artistas, que son la
avanzadilla de la cambiante mentalidad: Oscar Wilde, aunque ligado artísticamente al simbolismo y al decadentismo,
pondrá en cuestión la moral vigente y por ello sufrirá prisión y exilio. En lo político, las nuevas mentalidades
volverán la espalda a los sistemas burgueses parlamentarios vigentes, sentidos
también como gastados, aunque los que se revelarían como sustitutos, los
totalitarismos, traerían las consecuencias ya conocidas: Gabriel D´Annunzio,
personaje decadente y amoral, sería uno de esos apóstoles de la violencia.
POSTIMPRESIONISMO |
EXPRESIONISMO |
CUBISMO |
FUTURISMO |
DADAISMO |
CUBISMO |
L’après-midi d’un faune |
Siempre con la esperanza de encontrar el mar,
Viajaban sin pan, sin bastones y sin urnas,
Mordiendo el limón de oro del ideal amargo.
Viajaban sin pan, sin bastones y sin urnas,
Mordiendo el limón de oro del ideal amargo.
(Mallarmé, de El
infortunio)
Por otro camino,
cambiando la perspectiva habitual, e invirtiendo la jerarquía, aparecen en
primer plano los mínimos sucesos de la vida. Así, pues, la evasión de lo real
puede alcanzarse destacando lo microscópico de la vida. Extremando el realismo
se le supera, como en Proust o Joyce. Se cambia, pues, la perspectiva: de las
antiguas formas monumentales del alma que describía la novela con su hondura
psicológica, a la atención sin dramatismo por la estructura detallada y
minuciosa, se diría entomológica, de los sentimientos y de los caracteres, de
la precisión y frialdad geométrica, alcanzando así lo universal, y que,
inevitablemente, nos recuerdan el Cubismo. Proust con su En busca del tiempo perdido (1908-1922) renovó la técnica del
narrador en primera persona, cuando la conciencia se transformó en el
instrumento de expresión de la experiencia, de acuerdo con una nueva visión del
individuo.
Es indudable la influencia de Joyce
en la literatura del siglo XX, directa o indirectamente. ¿O todos los autores
posteriores han bebido de las mismas fuentes, han tenido las mismas influencias
o han vibrado todos con la misma caja de resonancia? ¿O todo al mismo tiempo? Veamos
unos pocos ejemplos de claras similitudes: John Dos Passos, el escritor
americano de la llamada generación perdida, crea una obra artesana y variable
en la que busca nuevos métodos de captación, talvez inducidos por el cine y la
publicidad. En Manhatan Transfer (1925),
considerada la novela de N.Y. (el sonido, el olor y el alma de la ciudad), es
una mezcla de textos, collages,
impresiones, anuncios, conversaciones, un mecanismo que resulta ya familiar en
el Ulises. Crea la técnica
contrapuntística que más tarde llevará Aldous Huxley a su más elevada
expresión: el gran número de sus protagonistas y sus circunstancias se barajan
hábilmente sin perder su unidad. Le seguirá entre 1930 y 1936 su famosa
trilogía: una técnica magistral que combina en hábil contrapunto los sucesos
narrados. Un retablo a la manera de Balzac. Al final de cada capítulo se
incluye un noticiario de recortes periodísticos del momento (El ojo-cinematográfico),
canciones populares y sucintas biografías de personajes populares de la época, escritos
bajo un automatismo inconsciente surrealista.
T. S. Eliot: para algunos el mejor poeta del siglo XX. Eliot conoció a Joyce en 1920 y, al parecer, le causó una fuerte impresión el manuscrito del Ulises. Vemos en él la aparición de metáforas nuevas, vulgares y lóbregas, como las calles sucias medio desiertas o los hoteles baratos. Nihilismo y desilusión en The Waste Land (1925, La tierra baldía) en una síntesis de contrastes sobre la vida de la ciudad, de imágenes rotas, de mezcla de todos los recursos imaginables. Desolación y alienación que nos hace recordar los cuadros de Hoper. Texto hecho con trozos de otros textos (literatura de literatura). El tiempo es la palabra que le perseguirá permanentemente. En Four Quartets puede leerse:
T. S. Eliot: para algunos el mejor poeta del siglo XX. Eliot conoció a Joyce en 1920 y, al parecer, le causó una fuerte impresión el manuscrito del Ulises. Vemos en él la aparición de metáforas nuevas, vulgares y lóbregas, como las calles sucias medio desiertas o los hoteles baratos. Nihilismo y desilusión en The Waste Land (1925, La tierra baldía) en una síntesis de contrastes sobre la vida de la ciudad, de imágenes rotas, de mezcla de todos los recursos imaginables. Desolación y alienación que nos hace recordar los cuadros de Hoper. Texto hecho con trozos de otros textos (literatura de literatura). El tiempo es la palabra que le perseguirá permanentemente. En Four Quartets puede leerse:
El tiempo presente y el tiempo pasado
quizá estén ambos presentes en el tiempo futuro,
Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo es eternamente presente
Todo tiempo es irredimible.
Imposible no ver en los
anteriores versos el sentido temporal que Joyce nos transmite, concentrando en
un solo día la trama de su novela, y aún, en un instante, la historia de la
humanidad o del universo entero.
Faulkner: en El sonido y la furia (1929), se muestra desnuda
la desolación, la decadencia y la corrupción. Consta de cuatro partes correspondientes
a cuatro fechas narradas por personajes diferentes desde cuatro ángulos
distintos y cuatro lenguajes estilísticos. Como en Joyce se abre a todos los
recursos que le sean necesarios. Los tres primeros se cerrarán con un monólogo
como el de Molly, que cierra el Ulises
de Joyce. Como en la obra de Joyce, las cuatro narraciones son como cuatro
versiones de un mismo hecho que se esclarece cada vez más. Faulkner ha sabido
crear un orden con ese material disperso y un profundo sentido de unidad,
rompiendo la disposición de la novela tradicional del andamiaje de espacios
para descripción y diálogo, suprimiendo la reiteración en la descripción de
acciones (-Preguntó fulano-, -Exclamó
mengano-) en un afán de suprimir todos los recursos posibles y dejar la narración
en su expresión más íntima, casi un poema.
Así, en ausencia de un tiempo concreto, el texto parece tener ecos de
Joyce, pero también de Eliot.
Cela: por mencionar a un escritor cercano, valga el apretado e interminable monólogo de San Camilo, 1936, de una dureza expresiva descarnada. Muestra una sucesión de frases cortas, ensartadas en otras más largas, con una técnica de economía de medios expresivos al servicio de la narración que, a diferencia del monólogo de Molly del Ulises, sí presenta puntuación.
Cela: por mencionar a un escritor cercano, valga el apretado e interminable monólogo de San Camilo, 1936, de una dureza expresiva descarnada. Muestra una sucesión de frases cortas, ensartadas en otras más largas, con una técnica de economía de medios expresivos al servicio de la narración que, a diferencia del monólogo de Molly del Ulises, sí presenta puntuación.
El tiempo hace que los
estilos artísticos innovadores y que chocan en principio con lo establecido y
lo convencional, terminan, aunque tarden un tiempo, por ser aceptados, por
acomodarse al ojo del espectador y formar parte de su manera de contemplar el
mundo. Conquistan la popularidad, en los términos ya expuestos. No todos. El
siglo XX aún sigue envuelto en confusión: el arte ha seguido produciendo multitud
de estilos, que oscilan entre lo figurativo y lo abstracto, y que sólo el arte
de la primera mitad de siglo parece disfrutar de general aceptación. Aún está
por desvelarse una visión más esclarecedora del arte más reciente. Sin embargo,
el Ulises sigue siendo inabordable
por el común de los mortales. Retomamos, aquí, la pregunta del comienzo: ¿por
qué sigue siendo impopular, cien años más tarde, si su lenguaje ya ha sido
parcial o totalmente asimilado por los lectores a través de sus sucesores
literarios? ¿Por sus fatigosas 900 páginas de densas referencias carentes
muchas veces de significado para los lectores? ¿O es que, simplemente, fue un
inmenso laboratorio experimental literario, fabulosa cristalización de las
inquietudes y necesidades artísticas de su tiempo, destructor cáustico de los
estilos y modos de escribir que parodia, que aniquila la literatura precedente,
y del que se han ido extrayendo hallazgos e inventos expresivos para la
literatura posterior, quedando la obra de Joyce únicamente para el estudio de
la literatura y para los fetichistas de su obra? Si fuera así, el paso del
tiempo hará cada vez más difícil su lectura, ya que las palabras van perdiendo
su significado y las referencias se harán cada vez más lejanas.