Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

domingo, 21 de junio de 2015

JOYCE

Han trascurrido casi 100 años desde la aparición del Ulises de James Joyce, y desde entonces la novela no ha dejado de suscitar las más encendidas controversias en todos los aspectos que se puedan contemplar, desde los formales, puramente literarios, hasta los relacionados con la trama, con los personajes, con Dublín, con las múltiples referencias literarias, históricas, religiosas o políticas que conforman el impresionante caleidoscopio que Joyce nos presenta, pasando, como es natural, por las posibles relaciones entre los capítulos de la obra (personajes y situaciones) y los distintos cantos de la Odisea de Homero. Desde su publicación han sido legión tanto los detractores (Virginia Wolf), como los entusiastas (T. S. Eliot) del Ulises. Rechazado, de entrada, por lo que parecía ser una jerga incomprensible, descarnada, soez y procaz, tan contraria a la bien hablada e hipócrita sociedad de su tiempo a la hora de expresarse, tanto en papel como en otros soportes artísticos.
El mundo de Joyce es sórdido, caótico, pero sobre todo, es expresado de una manera nueva. No de manera directa, narrativa, de una forma lineal en la descripción de las ideas y de los hechos, de expresiones y frases, sino en forma paródica de la prosa clásica, de la literatura solemne, pero todo con estudiada incoherencia. De su pluma fluyen pensamientos aleatorios, tal como parecen venir a la cabeza. Joyce parece trasladar al papel el contenido de su inconsciente, de una manera natural y desprovista de convencionalismos (en una época en la que los escritores solían trasladar sus pensamientos de manera consciente), y ofrecer una fiel reproducción de sus pensamientos, divagantes y obsesivos, de todas las emociones, inhibiciones y represiones que pueblan su mente, lo cual ofrece al lector un nada halagüeño reflejo del mundo y de sí mismo: lleno de flaquezas y debilidades, de lujuria y podredumbre, porque el hombre, viene a sugerir, es el mismo en todos los tiempos, en todos los lugares y en todas las circunstancias, y todos los hombres son herederos de todos.
JAMES JOYCE
El Ulises ha generado y sigue generando ríos de tinta en una corriente incesante a lo largo de la centuria, por lo que cualquier pretendida aportación en unas pocas páginas resultaría pretenciosa e inútil. Pero sí, al menos, dejar una reflexión sobre un aspecto, ya reiterado hasta la saciedad, de porqué tal vez el 99 por cierto de los lectores que acometen su lectura, fuera del ámbito de los escritores, críticos y, en general, profesionales de la literatura o de la psiquiatría, son incapaces de seguir leyendo más allá del capítulo primero. Y nos estamos refiriendo a lectores con bastante capacidad lectora y cultural. ¿Cuál podría ser, pues, una posible explicación a tal rechazo, en una palabra, a su impopularidad? Talvez esa inversión de la escritura, ya comentada, en el contenido y en la forma, es lo que hace su lectura ardua e insoportable.
Hay que poner la obra en contexto histórico y tener presente que está escrita entre 1914 y 1921. Con la Gran Guerra en medio. Pero, ya desde principios de siglo, y aún con anterioridad, se están produciendo, impetuosamente, una serie de movimientos artísticos que se darán en llamar el nuevo arte y más tarde las vanguardias artísticas, y que todo el arte del nuevo siglo, el arte de vanguardia, tendrá una característica en común en el momento de su surgimiento y más allá: su impopularidad.
Frente al Romanticismo, que ha sido por esencia un estilo predominantemente popular, el nuevo arte tenía a la masa en contra: es por esencia impopular. Ortega ya constataba hacia esa fecha (La deshumanización del arte) dos actitudes frente al nuevo arte: una favorable, minoritaria, y otra desfavorable, mayoritaria (snobs aparte). La razón, aducía, es que a la mayoría no le gustaba, no porque no le gustase a pesar de entenderlo, sino que no le gustaba precisamente porque no lo entendía. Se daban, pues, dos tipos de público: el que lo entendía y el que no lo entendía, el entendido y el no entendido, lo cual implicaba una especial comprensión por una minoría especialmente dotada y el consiguiente rechazo de una mayoría por su implícita incapacidad para la degustación de la belleza. Se producía, pues, una irritación en la masa por ser un arte dirigido a una minoría dotada. El hombre común quedaba así, humillado, después de cien años Romanticismo, de alago al pueblo, como sujeto de todas las esencias históricas y toda legitimidad.
De modo que, cuando más acceso ha tenido el pueblo al disfrute de las obras culturales, resulta que sus expectativas se ven frustradas porque el arte se presenta nuevamente para minorías, como en el Antiguo Régimen, para los mejores que se destacan de la muchedumbre. Las creencias cada vez más igualitarias entre todos los hombres se ven aquí puestas en cuestión por esas minorías que se arrogan la capacidad del gusto y la comprensión de la obra de arte, de su goce estético. Por otro lado, la mayoría solo gustará de las formas artísticas que relacionen la obra de arte con las formas reconocibles de la vida, aunque es menester aceptar que esa identificación no es igual al goce estético. Todo el arte del siglo XIX ha pecado de realismo y la revolución del arte en el siglo XX ha sido la paulatina eliminación de ese realismo como imitación, de los elementos “humanos”, de modo que al final solo podría ser apreciado por una casta especialmente sensible: un arte para artistas.
Podríamos amplificar la cuestión diciendo que una característica del arte de siglo XIX, simplificando, es su realismo y su naturalismo. No es que todo el arte del XIX se identifique con realismo y naturalismo,  pero sí que existe una fuerte relación entre dichos conceptos y con lo que  podríamos llamar popularidad, entendiendo por tal la identificación del público, del receptor de la obra de arte, con los motivos expuestos: lo humano, la vida cotidiana, la alegría, el dolor, la tragedia. De hecho, constatamos, que a lo largo de todo el siglo XIX, en todas las artes, la forma va perdiendo paulatinamente su consistencia  y su seguridad. La línea se va perdiendo, incapaz de contener la materia. El color se va descomponiendo y alterando. Las distintas corrientes que van surgiendo chocan irreconciliables con las existentes, los nuevos artistas chocan contra lo establecido y lo académico, pero, aunque el estilo que innova aún tarda un tiempo en conquistar la popularidad, termina por ser aceptado, predominando finalmente su asociación con el binomio realismo/naturalismo. Es importante resaltar que se trata de una simplificación, ya que, no todo el arte de ese siglo es popular aunque sea realista ni todo el arte popular de ese siglo es naturalista o realista. En literatura las obras populares en el XIX son los folletines, producto de las nuevas condiciones urbanas y de consumo, del periodismo. No se puede decir que el folletín sea realista, aunque un gran realista como Balzac fuera folletinista, ya que los rasgos estilísticos del folletín son el exceso y lo “kitch”. Por otro lado, se produce un rechazo cuando el realismo/naturalismo se plantea radicalmente, como en el caso de Zola. Y en el campo plástico, se rechaza a Courbet frente al academicismo e historicismo. En resumen, lo que sí ha predominado es una narración en el discurso artístico aunque faltase ese realismo/naturalismo. Esa narración era común a todas las artes, pero, como es natural, preferiblemente en las expresamente narrativas, como la novela.
COURBET
Con el siglo XX se produce una radical reacción contra el arte anterior, contra la narración, perceptible en las artes plásticas, pero también en la música y en la literatura. Nuevas formas de pensar, nuevas mentalidades y nuevas sensibilidades requieren nuevas formas de expresión en el terreno estético y cualquier intento de hacer una obra de arte a imitación de las del pasado está destinada al fracaso, cosa que los artistas saben por instinto. El asco que siente el nuevo artista ante el arte del pasado es parecido al que siente alguien con cierta sensibilidad artística ante un museo de figuras de cera, porque arte y vida le parecen antagónicos. En cada época, sin excepción, los grandes artistas desbordan el estilo y la poética dominante, pero son deudores del arte vigente hasta entonces y se puede decir que cada revolución en el arte, que cada gran estilo surge del agotamiento del anterior.
Pero, de lo que caben pocas dudas, es de la brutal radicalización del nuevo arte. El mundo había sufrido una transformación completa desde el comienzo de la revolución industrial: las nuevas clases sociales, el maquinismo, los nuevos medios de transporte, la transformación de las ciudades (sustitutas de la naturaleza), los viajes, la colonización del resto del planeta, y, al final del siglo XIX y albores del XX, las innovaciones técnicas como la electricidad o el aeroplano, habían generado una sensación de velocidad y dinamismo en las transformaciones que se producían, que el lenguaje y los modos convencionales de expresar esa nueva realidad se habían tornado totalmente inadecuados.
POSTIMPRESIONISMO
Sorprendente es la solidaridad que cada época mantiene consigo misma en todas sus manifestaciones: un mismo estilo inspira todas sus manifestaciones artísticas, en la música, la pintura, la escultura, la literatura. Es lo que podríamos llamar el espíritu de los tiempos, el Zeitgeist hegueliano, que se podría ampliar a todas las manifestaciones humana del momento. En efecto, esa radical escisión en el campo artístico se produce también en otros terrenos, como en el social y en el político. Se rechaza la moral burguesa imperante hasta entonces (el convencionalismo asfixiante victoriano, que interpretaba todo en términos morales y espirituales, y para el que la gratificación de los sentidos era, por supuesto, pecaminosa),  empezando por los artistas, que son la avanzadilla de la cambiante mentalidad: Oscar Wilde, aunque ligado  artísticamente al simbolismo y al decadentismo, pondrá en cuestión la moral vigente y por ello sufrirá prisión y exilio.  En lo político, las nuevas mentalidades volverán la espalda a los sistemas burgueses parlamentarios vigentes, sentidos también como gastados, aunque los que se revelarían como sustitutos, los totalitarismos, traerían las consecuencias ya conocidas: Gabriel D´Annunzio, personaje decadente y amoral, sería uno de esos apóstoles de la violencia.
EXPRESIONISMO
El siglo XIX se había cerrado con el Impresionismo, el Neoimpresionismo y el Postimpresionismo, y en oposición, en el siglo XX, aparece el Fauvismo y el Expresionismo (1904) aunque los artistas y las obras que los representan se confunden a menudo. Fundamentalmente en estos últimos, que se pueden caracterizar por un empleo provocativo del color, predomina una visión interior del artista (la expresión) frente a la visión de la realidad (impresión). Se podría decir, incluso, que no hay una ruptura profunda entre todos esos movimientos, aunque Fauvismo y Expresionismo sean considerados los primeros exponentes de las llamadas vanguardias históricas. Pero, quien produce la ruptura definitiva con la pintura tradicional, con la perspectiva renacentista, es el Cubismo (1907), la tendencia esencial que dará pie al resto de las vanguardias europeas posteriores.
CUBISMO
En Italia, el Futurismo, que procede directamente del Cubismo, surge del manifiesto de Marinetti (1909). El futurismo recurría a cualquier medio de expresión, como las artes plásticas, la publicidad, la moda, la poesía, la música, el cine, para ensalzar sus temas favoritos: la máquina y el movimiento, la velocidad, la energía. En literatura, alentaba a no respetar la métrica, y buscar un léxico lleno de tecnicismos y barbarismos y plagado de exclamaciones y onomatopeyas que denotasen energía y libertad. Buscaba romper con la historia del arte y la quema de los museos y sus obras, por impedir que los artistas creasen sin ataduras históricas, y se glorificaba la guerra como medio para alumbrar un mundo nuevo (“la guerra es la higiene de los pueblos”) y hacer tabla rasa del pasado. Muchos se inmolarían voluntariamente en la Gran Guerra.
FUTURISMO
Otros, en cambio, estarían a buen recaudo en Zúrich, como el propio Joyce, a la sombra del Cabaret Voltaire, creando el Dadaísmo en plena guerra (1916): el Dadaísmo se rebela contra la razón positivista, contra las convenciones literarias, se burla del burgués y de su arte. Provoca al orden establecido cuestionando el canon literario y artístico, creando una especie de antiarte. De hecho, se definía como no arte. El Dadaísmo suele ser una sucesión de palabras, letras y sonidos a la que es difícil encontrarle lógica, expresándose mediante el empleo de materiales inusuales o planos de pensamiento mezclados que conllevan la rebeldía y la destrucción de todas las convenciones con respecto al arte, a la belleza eterna, de la inmovilidad del pensamiento, de los conceptos abstractos, de lo consciente. Para el Dadaísmo las fronteras entre arte y vida debían ser abolidas. Gran parte de lo que el arte actual tiene, como la mezcla de géneros y materias, y la utilización de material visual sacado de los medios de comunicación, propias del fotomontaje y el collage, vienen del Dadaísmo. Ya se ve que el propio Joyce no estaba al margen del fermento de su época.
DADAISMO
En resumen, se pone en cuestión el lenguaje narrativo hasta entonces empleado y que parecía dominar. Los artistas jóvenes rechazan agresivamente y con repugnancia el arte tradicional por considerar sus formas gastadas y agotadas. Wölfflin atribuía a la fatiga un mecanismo psicológico por el cual la mera repetición de un estilo embota la sensibilidad. La crisis de la representación narrativa del siglo XIX plantea la cuestión de la condición misma del arte, preocupación constante de las vanguardias estéticas. Se traslada el interés desde la imitación hacia la misma imagen, desde la narración hacia la visualización. Con el pensamiento captamos mediante ideas la realidad, pero entre las ideas y las cosas hay un abismo. Cuando intentamos aprehender el objeto mediante la obra artística, el círculo de lo real es mucho más amplio que lo pensado, que su concepto. La tendencia primera es creer que la realidad es lo que pensamos de ella, esto es, idealizamos la realidad, y eso es una falsificación. Pero si tomamos las ideas como lo que son, meros esquemas subjetivos, irrealidades, y nos proponemos realizar lo irreal, estaremos objetivando lo interno y lo subjetivo. Frente al pintor tradicional que pretende, mediante su obra, haberse apoderado de la realidad y lo único que ha hecho ha sido plasmar una porción, una selección caprichosa de la realidad, el pintor del nuevo estilo trata de pintar su idea, su esquema, y la obra de arte se convierte en lo que es: una irrealidad. Con el cubismo, el expresionismo, etc. el pintor en lugar de pintar cosas pinta ideas. El Cubismo fue una revolución porque centró su interés en la imagen, autónoma de la imitación, para ver el mundo con ojos distintos a los convencionales. Pero el propósito de los nuevos artistas no es fácil de concretar: se podrán pintar manchas al azar o combinar palabras sin nexo como en el experimento dadaísta, huyendo de la realidad y de lo natural, pero que lo construido logre sustantividad es  lo que lo seguirá definiendo como obra de arte. Pero, ¿por qué se pasa de la forma orgánica, viva, ornamental a la forma geométrica? (Siempre hablando de tendencias predominantes). Esa iconoclastia parece formar parte del rechazo. Desaparecida la ilusión de plasmar la realidad, el geometrismo suplanta a la línea mórbida. Otra pretensión (o consecuencia) del nuevo arte sería la desdramatización del mismo, la eliminación de la admiración cuasi religiosa por la obra de arte, de su transcendencia y solemnidad, y su deslizamiento hacia la ironía, la ingravidez, la puerilidad.
CUBISMO
Se pueden poner muchos ejemplos concretos de esas transformaciones que se van produciendo a lo largo del tiempo. En el terreno musical, frente a los melodramas del  XIX, óperas de Wagner y Verdi, por ejemplo, la nueva música de Debussy propone oír música serenamente, sin los arrebatos pasionales propios de aquéllos, esto es, propone su deshumanización, con lo que se asegura, de entrada, su impopularidad. La música de Debussy, que podemos llamar Impresionista, marca una dirección más experimental con sus nuevas pautas armónicas y su interés por los sonidos en sí mismos, sin referencias a la melodía. En el año 1913 se produce un hecho transcendental en la historia de la música y de la danza: el estreno en el Teatro de los Campos Elíseos de París (obra arquitectónica verdaderamente moderna y lejos del eclecticismo ostentoso imperante de imitación del pasado clásico) de la obra musical coreográfica La consagración de la primavera, bajo una enorme expectación. Espectáculo montado por el empresario judío Astruc (en la Francia antisemita del caso Dreyfus), con los Ballets Rusos de Diáguilev (defendía que el ballet contenía todas las formas artísticas), coreografía de Nijinski, y música de Stravinski. El escándalo fue espectacular por el choque de la nueva música, de la nueva danza y de sus entusiastas, contra los partidarios solemnes del arte con mayúsculas, de la danza como exhibición de monerías, pasos agradables y virtuosos y trajes encantadores. Con ese estreno, se ilustran muchos rasgos de la rebelión moderna: la hostilidad hacia las formas heredadas,  la fascinación por el primitivismo y en contra de la civilización, el vitalismo frente al racionalismo, la rebelión contra las convenciones sociales, y la introducción de la erótica en la danza, camino ya iniciado por Isadora Duncan. Todo ello fue considerado por la crítica convencional como afrenta al buen gusto de los parisinos (el escándalo ya se había anticipado en 1912 con el estreno de L’après-midi d’un faune de Debussy, sobre un poema de Mallarmé,  coreografiado y bailado por Nijinski, y rompiendo todas las reglas del gusto tradicional).
L’après-midi d’un faune
En el terreno poético, la poesía fue liberada de su carga de emociones privadas de buen burgués, de sus preocupaciones y ensoñaciones, de una cotidianidad apasionada, envuelta en patetismo. Con Mallarmé comienza a producirse el cambio, que terminará desembocando, con las vanguardias, en la situación ya descrita: la poesía se hace más etérea, se aleja de la vida y de su patetismo, es más pura. La metáfora ha sido el instrumento que predominó en la poesía para ennoblecer el objeto real, pero en la nueva inspiración poética al hacerse la metáfora sustancia y no adorno, aquella parece denigrar en lugar de ennoblecer la realidad. La metáfora se ha convertido en res poética.
Siempre con la esperanza de encontrar el mar,
Viajaban sin pan, sin bastones y sin urnas,
Mordiendo el limón de oro del ideal amargo.
(Mallarmé, de El infortunio)
Por otro camino, cambiando la perspectiva habitual, e invirtiendo la jerarquía, aparecen en primer plano los mínimos sucesos de la vida. Así, pues, la evasión de lo real puede alcanzarse destacando lo microscópico de la vida. Extremando el realismo se le supera, como en Proust o Joyce. Se cambia, pues, la perspectiva: de las antiguas formas monumentales del alma que describía la novela con su hondura psicológica, a la atención sin dramatismo por la estructura detallada y minuciosa, se diría entomológica, de los sentimientos y de los caracteres, de la precisión y frialdad geométrica, alcanzando así lo universal, y que, inevitablemente, nos recuerdan el Cubismo. Proust con su En busca del tiempo perdido (1908-1922) renovó la técnica del narrador en primera persona, cuando la conciencia se transformó en el instrumento de expresión de la experiencia, de acuerdo con una nueva visión del individuo.
Es indudable la influencia de Joyce en la literatura del siglo XX, directa o indirectamente. ¿O todos los autores posteriores han bebido de las mismas fuentes, han tenido las mismas influencias o han vibrado todos con la misma caja de resonancia? ¿O todo al mismo tiempo? Veamos unos pocos ejemplos de claras similitudes: John Dos Passos, el escritor americano de la llamada generación perdida, crea una obra artesana y variable en la que busca nuevos métodos de captación, talvez inducidos por el cine y la publicidad. En Manhatan Transfer (1925), considerada la novela de N.Y. (el sonido, el olor y el alma de la ciudad), es una mezcla de textos, collages, impresiones, anuncios, conversaciones, un mecanismo que resulta ya familiar en el Ulises. Crea la técnica contrapuntística que más tarde llevará Aldous Huxley a su más elevada expresión: el gran número de sus protagonistas y sus circunstancias se barajan hábilmente sin perder su unidad. Le seguirá entre 1930 y 1936 su famosa trilogía: una técnica magistral que combina en hábil contrapunto los sucesos narrados. Un retablo a la manera de Balzac. Al final de cada capítulo se incluye un noticiario de recortes periodísticos del momento (El ojo-cinematográfico), canciones populares y sucintas biografías de personajes populares de la época, escritos bajo un automatismo inconsciente surrealista.
T. S. Eliot: para algunos el mejor poeta del siglo XX. Eliot conoció a Joyce en 1920 y, al parecer, le causó una fuerte impresión el manuscrito del Ulises. Vemos en él la aparición de metáforas nuevas, vulgares y lóbregas, como las calles sucias medio desiertas o los hoteles baratos. Nihilismo y desilusión en The Waste Land (1925, La tierra baldía) en una síntesis de contrastes sobre la vida de la ciudad, de imágenes rotas, de  mezcla de todos los recursos imaginables. Desolación y alienación que nos hace recordar los cuadros de Hoper. Texto hecho con trozos de otros textos (literatura de literatura). El tiempo es la palabra que le perseguirá permanentemente. En Four Quartets puede leerse:
El tiempo presente y el tiempo pasado
quizá estén ambos presentes en el tiempo futuro,
Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo es eternamente presente
Todo tiempo es irredimible.
Imposible no ver en los anteriores versos el sentido temporal que Joyce nos transmite, concentrando en un solo día la trama de su novela, y aún, en un instante, la historia de la humanidad o del universo entero.
Faulkner: en El sonido y la furia (1929), se muestra desnuda la desolación, la decadencia y la corrupción. Consta de cuatro partes correspondientes a cuatro fechas narradas por personajes diferentes desde cuatro ángulos distintos y cuatro lenguajes estilísticos. Como en Joyce se abre a todos los recursos que le sean necesarios. Los tres primeros se cerrarán con un monólogo como el de Molly, que cierra el Ulises de Joyce. Como en la obra de Joyce, las cuatro narraciones son como cuatro versiones de un mismo hecho que se esclarece cada vez más. Faulkner ha sabido crear un orden con ese material disperso y un profundo sentido de unidad, rompiendo la disposición de la novela tradicional del andamiaje de espacios para descripción y diálogo, suprimiendo la reiteración en la descripción de acciones (-Preguntó fulano-,  -Exclamó mengano-) en un afán de suprimir todos los recursos posibles y dejar la narración en su expresión más íntima, casi un poema.  Así, en ausencia de un tiempo concreto, el texto parece tener ecos de Joyce, pero también de Eliot.
Cela: por mencionar a un escritor cercano, valga el apretado e interminable monólogo de San Camilo, 1936, de una dureza expresiva descarnada. Muestra una sucesión de frases cortas, ensartadas en otras más largas, con una técnica de economía de medios expresivos al servicio de la narración que, a diferencia del monólogo de Molly del Ulises, sí presenta puntuación.
El tiempo hace que los estilos artísticos innovadores y que chocan en principio con lo establecido y lo convencional, terminan, aunque tarden un tiempo, por ser aceptados, por acomodarse al ojo del espectador y formar parte de su manera de contemplar el mundo. Conquistan la popularidad, en los términos ya expuestos. No todos. El siglo XX aún sigue envuelto en confusión: el arte ha seguido produciendo multitud de estilos, que oscilan entre lo figurativo y lo abstracto, y que sólo el arte de la primera mitad de siglo parece disfrutar de general aceptación. Aún está por desvelarse una visión más esclarecedora del arte más reciente. Sin embargo, el Ulises sigue siendo inabordable por el común de los mortales. Retomamos, aquí, la pregunta del comienzo: ¿por qué sigue siendo impopular, cien años más tarde, si su lenguaje ya ha sido parcial o totalmente asimilado por los lectores a través de sus sucesores literarios? ¿Por sus fatigosas 900 páginas de densas referencias carentes muchas veces de significado para los lectores? ¿O es que, simplemente, fue un inmenso laboratorio experimental literario, fabulosa cristalización de las inquietudes y necesidades artísticas de su tiempo, destructor cáustico de los estilos y modos de escribir que parodia, que aniquila la literatura precedente, y del que se han ido extrayendo hallazgos e inventos expresivos para la literatura posterior, quedando la obra de Joyce únicamente para el estudio de la literatura y para los fetichistas de su obra? Si fuera así, el paso del tiempo hará cada vez más difícil su lectura, ya que las palabras van perdiendo su significado y las referencias se harán cada vez más lejanas.