Aquí se juntan los mitos de todas las religiones y leyendas en una
mezcla esotérica difícilmente digerible, de modo que es casi imposible poner un
poco de orden a tanto despropósito. Para estos divulgadores, cuyos nombres no
merece la pena destacar, en el reino misterioso de Agartha no existe el mal ni
el crimen. Allí mora el Rey del Mundo o Brahmatma, que predice y dirige la
marcha de los acontecimientos mundiales. Ese reino tiene accesos distribuidos
por el mundo entero y estaría formado por varios continentes, océanos, montañas y ríos. Shamballa sería su ciudad central. En otros textos se habla de «los
más ancianos», una antigua raza inmensamente inteligente y científicamente
avanzada que pobló la Tierra millones de años atrás, antecesores
del homo
sapiens y que luego se cobijó
bajo tierra. Aunque permanecen generalmente a distancia del mundo superficial,
de vez en cuando se han sabido ofrecer a la humanidad para aportar crítica
constructiva.
En
cuanto a su estructura, el planeta Tierra sería hueco, con una corteza de unos 800
km de
espesor y las entradas hacia el interior estarían ocultas y se encontrarían en
lugares estratégicos y aislados para impedir el acceso a los visitantes
externos. Muchas se encontrarían escondidas debajo de las aguas de los océanos,
lagos, o volcanes. Habría algunas también en el Brasil, en la
vastísima selva que arropa al Río
Amazonas o en Siberia, en el Desierto
de Gobi. De hecho, se encontraría una entrada aún virgen a pocos metros de
profundidad entre las piernas de la Esfinge de
Guiza, en Egipto (!).
Las minas del Rey Salomón sería otra de esas entradas. La entrada principal se
efectuaría a través del Polo Norte y habría otra más pequeña en el Polo Sur. En
el centro de la Tierra existiría
un pequeño Sol, muy débil, que proporcionaría luz perpetua a ese mundo de
continentes y mares pegados a la parte interna de la corteza terrestre.
¿Qué es lo que impediría que esos continentes y mares y todo lo que en ellos se contiene cayeran hacia el centro y, por tanto, hacia el Sol interior? Pues, nada menos que la gravedad, esto es, si la corteza tiene
Hay que reconocer que semejantes
disparates pueden tener un potencial notable desde el punto de vista literario.
En 1864 se publica la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. Losexpedicionarios
hallan la entrada en un volcán de Islandia y llegan a un mundo como el de la Tierra “exterior”
en eras pasadas, con animales y plantas gigantescos. El estadounidense Edgar
Rice Burroughs, el autor de Tarzán, también lleva a éste a ese mundo interior
al que llama Pellucidar (Tarzan at the Earth’s Core, 1930), haciendo
entrar al protagonista a través del agujero del Polo Norte a bordo de un
dirigible. Allí se encuentra con animales prehistóricos y razas de hombres y
homínidos, resultado de una especie de evolución análoga a la sucedida en la Tierra “exterior”,
pero desfasada en el tiempo. En otra historia, con otro protagonista, el método
de acceso al mundo interior es una especie de vehiculo-excavadora que va
perforando hasta encontrarse con la cara interior de la “corteza” terrestre.
Aparte de lo literario, existen otras referencias, sospechosamente apócrifas,
que dan cuenta de la supuesta visita de algunos viajeros a ese mundo perdido de
Agartha.
Fueron los tibetanos los primeros en imaginar el reino de
Shambhala, una tierra más allá del Himalaya, de bosques de sándalo y lagos
cubiertos de lotos blancos, con palacios de plata y cuyos habitantes eran
bellos, ricos y virtuosos y donde vivían millones de brahamanes dedicados a la
lectura de las antiguas escrituras de la India. Convertida al
budismo, Shambhala alcanzó, finalmente, la perfección. Shambhala fue fagocitada
por las mitologías occidentales y la idea de un reino escondido en el Himalaya,
gobernado por maestros iluminados, nunca ha perdido poder de convicción. Estas
teorías no son simplemente un ejercicio de inofensiva imaginación, sino que han
sido sostenidas por personajes influyentes y llegado a millones de seguidores
en todo el mundo. Como Madame Blavatsky, ocultista y fundadora del movimiento
esotérico llamado Teosofía (1875), una especie de mezcla sincrética de
religiones con pretensiones de espiritualidad universal, destinado a llevar a
la humanidad a un reino de paz y armonía. Su pretensión sería explicar
la evolución cósmica, planetaria y humana, fundiendo en un todo armonioso la
religión, la ciencia y la mitología. Al principio, abrazando la causa del
Movimiento Espiritista, luego repudiándolo, la Blavatsky se convirtió en una especie de gurú
manteniendo discusiones acerca de los misterios de Egipto y Oriente, en un
torrente de especulaciones místicas que aglutinaron todas las quimeras
esotéricas de la época, y cuyos escritos habrían sido pretendidamente dictados
por un hindú muy alto que se le aparecería cada vez que empezaba a escribir.
Como aspiraba a reconocimiento por parte de sectores académicos, y como en el
siglo XIX los fenómenos paranormales se investigaban y estudiaban por el mundo
científico, no faltaron seguidores de este movimiento entre la élite
científica. Pronto se orientó hacia la India , la
verdadera fuente, y el Himalaya, tras el que se ocultaba el mundo de los
Maestros, el Tíbet. La Blavatsky pretendió haber viajado a ese mundo y
haber sido reconocida como una de las encarnaciones femeninas de Bodhisattva.
Su Doctrina Secreta era
un tratado sobre el origen de los hombres y su destino, un cóctel de
pseudosabiduría tibetana y teorías evolucionistas que causó un enorme impacto.
Los humanos habrían progresado a través de una serie de etapas de evolución, y
cada etapa habría comportado la aparición de razas distintas: cientos de
millones de años atrás, la primera de aquellas razas, de esencias espirituales,
habitó la Isla Sagrada, y su reino
fue engullido por el océano; la siguiente raza fue la de los hiperbóreos, que
vivían en el Polo Norte y tampoco eran corpóreos, y su sistema de reproducción
era el renacimiento espiritual; la tercera raza aparecería, hace dieciocho
millones de años en un continente llamado Lemuria, esta sí con reproducción
sexual, que se apareó con razas inferiores y que terminó en otro cataclismo de
sangre y fuego y engullidos por las aguas; la cuarta raza habría aparecido
ochocientos cincuenta mil años atrás, en otra isla, la Atlántida referida por Platón, habitada por
gigantes espiritual y técnicamente desarrollados y, que, por el mal uso de esa
tecnología, la isla se vio también engullida por el océano. Sin embargo, una
élite sacerdotal consiguió escapar, retirándose al Himalaya, refugiándose en el
reino perdido de Shambhala, y dando origen a una nueva raza, la de los arios.
Esa
doctrina causó un impacto considerable, adquiriendo la
teosofía una
popularidad muy grande, especialmente en Alemania, que para muchos reconciliaba
ciencia y fe, naturaleza y mito, y exhortaba a alejarse del cristianismo y a
abrazar creencias más arias. Más de un siglo antes, los intelectuales y
científicos alemanes habían hecho de la cuestión racial la piedra angular de su
pensamiento. Los alemanes empezaron a venerar la India con el nacimiento de la lingüística
comparada y darse cuenta de las afinidades estructurales del sánscrito con el
griego y el latín, para concluir que las tres provenían de un tronco común, con
superioridad de la primera sobre las otras dos. De ahí a concluir que la
verdadera Historia nació en Asia y hablaba la lengua de la India. El mismo
Schopenhauer promueve el interés por el budismo. Según Schlegel, la India habría sido la cuna de las primeras
civilizaciones y el sánscrito la lengua de las élites de una raza de guerreros
instruidos de la India del norte que habrían conquistado y
civilizado el mundo, llegando a la misma Escandinavia. Esos arios o
aristócratas fueron asimilados, pues, a los nórdicos europeos y a los alemanes,
recibiendo, a partir de entonces, el nombre de indogermánicos o indoeuropeos.
Hacia la época de la unificación alemana, el arianismo se encontraba en su
nivel más alto, así como el odio de los alemanes a los judíos. Las teorías
evolucionistas mal asimiladas dieron, finalmente, justificación científica a la
supuesta superioridad indogermánica. La expansión imperialista alemana
posterior, junto con el nacimiento de la antropología, se aliaron para rastrear
en los confines del mundo la historia de la pretendida conquista aria y la búsqueda
de la pureza racial, midiendo cráneos y demás caracteres antropológicos. Este
ambiente, pues, se cruza con las teorías de Madame Blavatsky, convirtiendo la
teosofía en una nueva religión, con una avalancha de sociedades ocultistas en
Alemania, fascinadas por las runas y las esvásticas (antiguo símbolo de buena
suerte que representaba la Rueda de la Vida en el Tibet), que odiaban a los judíos
y buscaban una cultura pangermánica, y para quienes el origen del hombre ario
se encontraba en el norte de la India , más
allá del Himalaya.
En
1933 se instaló en Alemania una dictadura cuyos líderes habían absorbido gran
parte de esas ideas pseudocientíficas, como por ejemplo el caso del Reichsführer Heinrich Himmler. Éste fundóla
Ahnenerbe , cuyo cometido era la propagación de la raza aria.
Himmler se había inspirado en la casta guerrera indú para crear las SS, odiaba
el cristianismo como de origen judío y estaba fascinado por el Oriente y sus
religiones. Desde la Anhenerbe enviaba a todos los rincones del mundo
arqueólogos dispuestos a desenterrar los restos de las razas arias, midiendo
cráneos y esqueletos, con el fin de demostrar que, en un pasado remoto, una
batalla cósmica entre el fuego y el hielo había dado lugar a una raza de
superhombres de la que todos los germanos puros descendían. Himmler promueve
una expedición al Tibet en 1938 y pone al frente de ella a Ernst Schäfer con el
fin de probar algunas de esas teorías. Algunos de los expedicionarios estaban
convencidos de que en algún lugar de Asia Central vivían los parientes lejanos
de la raza aria (sobre esta expedición véase el libro de Christopher Hale, La cruzada de Himmler, 2003).
El
Himalaya es también el lugar donde se ubica una de las utopías literarias con
más repercusión en el siglo XX. Se trata de Shangri-La, el mítico enclave que
describe James Hilton en Horizontes
perdidos (Lost Horizon,
1933) y llevado al cine en 1937 por Frank Capra. Si existe un nombre realmente
evocador es éste. Tal vez existan palabras cuyo sonido haga vibrar por
resonancia alguna fibra oculta del inconsciente. El protagonista, un hombre de
paz en un mundo convulso por la guerra, es llevado a un enclave en el Himalaya,
de clima benigno entre las montañas, ejemplo perfecto de gobierno basado en la
sabiduría y donde reina la cultura y la espiritualidad del mundo. Sus
habitantes gozan de gran longevidad y armonía entre ellos. Una versión del
Paraíso terrenal. Se trata, una vez más, de la nostalgia de una Edad de Oro
perdida, del Paraíso Perdido, presente en todas las culturas y religiones. En
esa Edad de Oro, el hombre o una humanidad disfrutan de una espiritualidad
plena: sin trabajos ni sufrimientos, con alimentos al alcance de la mano y en
armonía con todo lo existente; pero, por una falta ritual, los hombres se
enemistan con los dioses, perdiendo dicho Paraíso y la inmortalidad. Incluso en
una época de supuesta racionalidad se puede rastrear ese Paraíso perdido en la
teoría del buen salvaje de Rousseau.
Hoy,
todas esas teorías están oficial y generalmente desprestigiadas, pero, algunas
derivaciones perviven en determinados movimientos tipo New Age y supersticiones
esotéricas, y no sabemos qué proporciones pueden adquirir en el futuro y a qué
pueden conducir. Los mitos no son inofensivos. Al fin y al cabo, la credulidad
humana es infinita.