Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

martes, 8 de octubre de 2013

ALEJANDRÍA

El mito de Alejandría. Un mito de Occidente. Resucitado por un poeta de fines del XIX, Constantino P. Cavafis, y, básicamente, por dos escritores del XX, E.M.Forster (Regreso a Howards End, Una habitación con vistas, Pasaje a la India) y Lawrence Durrell (El cuarteto de Alejandría…). Pero antes convendría un resumen, aunque apresurado, de la historia de la ciudad.

Alejandro. Mosaico de Pompeya
Alejandría fue fundada por Alejandro el Grande en el delta del Nilo en el año 331 a. C., antes de dirigirse a la conquista definitiva del Imperio Persa. A su muerte, sus generales se repartieron su Imperio, y uno de ellos, Ptolomeo, se quedó con Egipto, iniciando, así, una dinastía que duraría trescientos años. Durante ese periodo, Egipto fue gobernado por faraones griegos. Estrabón alaba la importancia estratégica y comercial de Alejandría, que, junto al declive o desaparición de otras ciudades, como Tiro, convirtieron a la ciudad helenística en la más relevante del Mediterráneo. La acertada política de los primeros Ptolomeos la convirtió en un foco cultural de primer orden, una vez desaparecida Grecia de la escena. Se construyó la famosa Biblioteca de Alejandría con libros de todas las partes del mundo (se habló de 400.000 volúmenes); el Mouseion, dedicado a las Musas, especie de universidad de la época; el famoso Faro (en la isla de Pharos), una de las maravillas del mundo antiguo; el Soma, mausoleo que, según se decía, llegó a albergar el sarcófago de oro de Alejandro… Como ejemplo de fusión de religiones, Ptolomeo I levantó un templo al nuevo dios de la ciudad, Serapis, que combinaba los atributos de los dioses egipcios Osiris y Apis con Zeus, Plutón y Escolapio. En Alejandría prosperaron personajes, especialmente en el ámbito científico, como Euclides, Eratóstenes, Apolonio, Aristarco… fuga de cerebros de una Grecia sin recursos y sin pulso. Sin  embargo, asistimos a la ausencia de logros en la literatura, tal vez por la influencia del mecenazgo: decae el interés por el teatro, y la poesía alejandrina es escolasticismo, elegancia, técnica y hastío vital, y también referencias artísticas y literarias, arte por el arte. Triunfa el epigrama elegíaco que sobrevivirá en Bizancio.
Faro
Alejandría se convirtió en una ciudad cosmopolita, económicamente pujante, una Nueva York de nuestros días. Sin pasado, pero con población de todas las partes del mundo, con predominio tal vez a parte iguales de griegos, judíos y egipcios. Los judíos se habían asentado por ser Judea parte del nuevo Imperio ptolemaico. Incluso fueron adoptando el griego como idioma, y tradujeron al mismo su Biblia, que se llamó de los Setenta, más tarde traducida al latín y adoptada por el cristianismo. Así, Alejandría presentaba un carácter de aluvión, como si el Nilo, periódicamente, dejase su capa de limo en cada crecida, no siempre fertilizante. A veces la inundación era de sangre, por las múltiples guerras e innumerables revueltas que presenciaron sus calles. Los alejandrinos tenían pasión por los grandes fastos, por el espectáculo y tenían fama de crueles, indómitos y conflictivos. Estrabón, con su puritanismo romano, describe hombres y mujeres sin pudor, violentos y borrachines.
Un nuevo actor aparece en escena, y éste es Roma. Al principio como aliado, luego como dominador. Después de desembarazarse de Cartago, Roma fue apoderándose poco a poco de toda Grecia y Asia Menor, así como de Siria, con capital en Antioquía, (lo que quedaba del antiguo Imperio Seléucida: por Seleuco, otro de los generales de Alejandro que se hicieron con la parte asiática), y convirtieron Egipto en un protectorado, manteniendo a sus faraones. Y en este punto se produce la más célebre tragedia de todos los tiempos, la que protagonizaron Cleopatra (el último Ptolomeo), César, Marco Antonio y Octavio, quizás el cuarteto más célebre de la Historia, y tantas veces llevada a los teatros: la más notoria, Antonio y Cleopatra de Shakespeare. Otra encrucijada decisiva en la Historia de Roma. Después, a partir del 31 a.C., Egipto se convertiría en su granero.

Encuentro de Antonio y Cleopatra, L. Alma Tadema
Flavio Josefo nos habla de los conflictos entre griegos y judíos, existentes ya desde la fundación de la ciudad y que serían una constante bajo el poder romano. Desde siempre los judíos tuvieron los mismos privilegios que los griegos, lo que no fue caso de los egipcios, y, a pesar de haber asimilado su lengua y cultura, su convivencia nunca fue pacífica. Las matanzas nunca cesaron en la Alejandría romana: bajo Calígula, Nerón, Trajano, Caracalla...las revueltas se cobraron decenas de miles de víctimas y los judíos fueron casi exterminados.
La expansión de Roma hacia Oriente puso en contacto a sus ciudadanos con las religiones orientales y asimilaron los cultos mistéricos y las religiones de salvación, debilitándose los lazos con la religión olímpica, tal vez fruto de una nueva sensibilidad o temor hacia un mundo que se tambaleaba. Alejandría se convirtió en el centro de confrontación y evolución religiosa, y vemos, a lo largo de cuatro siglos, rivalizando el neopitagorismo, el neoplatonismo, el gnosticismo y el cristianismo. Éste último fue adquiriendo cada vez mayor importancia, sufriendo persecuciones y persiguiendo a su vez después de la conversión de Constantino. Una vez consolidado, más o menos, el cristianismo, como amalgama de las religiones y filosofías existentes, las disputas se dieron en su seno: las controversias en torno a la naturaleza del Hijo, la rivalidad entre Atanasio y Arrio, la separación entre las Iglesias de Oriente y Occidente, la designación de Constantinopla como nueva capital del Imperio, las luchas interminables entre ortodoxos, nestorianos, arrianos y monofisitas… El último filósofo pagano de importancia fue Hipatia, asesinada en el 415. Pero el monofisismo (una sola naturaleza divina de Jesucristo), adoptado por los egipcios nativos, pervivió en la Iglesia copta. Al final, ya no le quedaría a Alejandría aliento. Cuando los árabes llegaron en el 642 (sólo 20 años después de la huida de Mahoma de la Meca), la ciudad estaba lista para caer como un fruto maduro. A los ciudadanos corrientes les daba lo mismo quién mandase, y, además, el Islam podía considerarse como otra herejía más. Se entregó sin oponer resistencia a los bárbaros venidos del desierto de Arabia.

                            
Ahora se concluyó la tragedia de la Biblioteca de Alejandría: una tragedia en varios actos, según versiones. En el primero, Julio César decidió enviar parte de los fondos a Roma, incendiándose los mismos accidentalmente antes de embarcarlos; luego, durante el asedio de Diocleciano, se quemaron los libros egipcios de la biblioteca; posteriormente, el patriarca de Alejandría Teófilo, en el 390, destruyó el Serapeo junto con su biblioteca; finalmente, el último acto fue protagonizado por los árabes, que, según sus historiadores y, siguiendo la consigna de Omar: “Si lo que contienen los libros es conforme al Corán, éste los vuelve inútiles. Si, por el contrario, lo que encierran se opone al Corán, no los necesitamos”. Se habrían utilizado como combustible para calentar los baños de Alejandría durante seis meses.
Pero, los árabes prefirieron Al Fustat/El Cairo para su capital, y Alejandría pasó casi 1200 años en el olvido. La decadencia de la ciudad fue continua y los terremotos hicieron el resto, sumergiendo la ciudad en el mar. El famoso Faro y los canales desaparecieron. Viajeros de finales del XVIII, leídos en Plutarco, Shakespeare o Gibbon, o las tropas de Napoleón, se asombran de encontrar un villorrio árabe de 4 ó 5000 habitantes. Con la marcha de los franceses, un virrey del sultán turco en Egipto, Mohamed Ali, amigo de la modernidad, se puso a la tarea de reconstruir Alejandría. Ésta recuperó su importancia comercial, concentrando en ella la actividad de exportación e importación y atrayendo capitales. El número de expatriados de todas las nacionalidades aumentó vertiginosamente, sobre todo griegos, italianos y franceses, convirtiendo en poco tiempo Alejandría en una ciudad casi europea, multicolor y cosmopolita. Los visitantes ilustres se suceden: escritores y viajeros interesados en los restos arqueológicos de Egipto y que dan cuenta de esa realidad en una época fascinada por la Historia, por el auge de la arqueología y el pasado faraónico. Comienzan los intentos por descubrir la tumba de Alejandro, interpretando las fuentes antiguas, y que no han cesado hasta nuestros días, infructuosamente. Proliferan los relatos orientalistas exóticos en Europa, como el de T.Gautier Une Nuit de Cléopatre; pinturas, como Cleopatra ante César de Gérôme, Cleopatra de G.Moreau, o Encuentro de Antonio y Cleopatra de A. Tadema. Cleopatra encarnaba perfectamente la reina oriental, la mujer exótica y voluptuosa, fatal y mortífera. 

La ciudad creció de forma anárquica, con edificios de gusto mediocre y sin restos arqueológicos que le dieran personalidad. Alejandría produciría artistas eclécticos que buscarían en Europa su inspiración, como los de la época de los Ptolomeos la buscaron en Grecia y los de época tardía en Bizancio. Los escritores ingleses que se ocuparán de Alejandría, Thackeray, Liddell, Forster, Durrell… ,y que, curiosamente, contribuirán a la propagación del mito alejandrino, no tienen, sin embargo, una opinión demasiado favorable hacia la ciudad, demasiado pretenciosa de imitación parisina. Según Liddell, un “paseo marítimo… en el que varias culturas han dado lo peor de sí mismas… arquitectura de papel pintado de la peor calidad…  rematado con franjas de bisutería barata”.


                                
En esta nueva Alejandría se aposenta la familia griega del poeta que restaurará el mito alejandrino, Constantino Cavafis, nacido en 1863. Dedicada a la exportación de algodón a Inglaterra y más tarde arruinada, la familia marcha a Inglaterra donde Cavafis pasará siete años de formación. Cavafis no es un poeta griego, sino un poeta personalísimo que, al margen de las corrientes literarias griegas del momento, escribirá en griego sobre un mundo del pasado exótico en una época atravesada por el Romanticismo, el Simbolismo y el Decadentismo. Un pasado mirado con nostalgia, delectación y voluptuosidad, muy cercano al ennui contemporáneo y que cuenta con la memoria fragmentaria del lector. Cavafis se centra en el pasado alejandrino y bizantino con preferencia a la Grecia clásica. Quizás el más conocido de los poemas de Cavafis sea Ítaca:
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo… que llegues a puertos nunca antes vistos… hazte con hermosas mercancías, nácar y coral, ámbar y ébano… Ten siempre a tu Ítaca en tu pensamiento… mas no apresures nunca el viaje… y atracar… enriquecido de cuanto ganaste en el camino…”.
El viaje no es la meta final, sino el camino. Pero, tal vez, el poema más definitivo de esa agonía de la civilización sea Esperando a los bárbaros (1904):
“¿Qué esperamos congregados en el Foro? Es a los bárbaros que hoy llegan - ¿Porqué esta inacción en el Senado?... Ya legislarán cuando lleguen los bárbaros… - ¿Porqué empieza de pronto este desconcierto y confusión… y vuelven todos a casa compungidos? Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron… ¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.”
Bien pudiera aplicarse lo anterior a la Alejandría tomada por los árabes en el 642 d.C.

Las rosas de Heliogábalo, L. Alma Tadema
La pluma de Cavafis equivale al pincel de L. Alma Tadema y de otros pintores historicistas y decadentistas, una visión voluptuosa de capa sobre capa de decadencia y muerte como en Las rosas de Heliogábalo.
No tardarán en presentarse problemas nacionalistas en esa sociedad decimonónica occidentalizada y dominada por extranjeros, y, aprovechando los disturbios, la flota británica bombardeará Alejandría (1882) y convertirá Egipto en un protectorado. A partir de ahí, los enfrentamientos entre los egipcios y la comunidad extranjera se agudizarían, siendo el principio del fin de la comunidad griega en Egipto. En 1922 Egipto accede a la independencia, aunque Gran Bretaña se reserva el control militar, que sólo deja después de la 2ª guerra mundial, reservándose el Canal de Suez. Después, la creación del Estado de Israel, la nacionalización del Canal, el ascenso de Nasser y el panarabismo, completaron la ausencia de occidentales en Egipto y en Alejandría.

                                   
Forster llega a Alejandría en 1915. Sus primeras producciones, debido a sus viajes por Grecia, Italia e India, reflejan ese contacto con mundos que ponen en entredicho los valores de la clase media-alta inglesa. Están plagadas de imágenes de la antigua Grecia, pero no es un clasicista, sino un helenista, amando sus aspectos míticos y naturalistas. La relación de lo mítico y lo sensual es de enorme importancia, aunque sólo en Pasaje a la India se acepta el tema de la decadencia y del caos potencial que se esconde tras un choque entre culturas. Alejandría sería para él el lugar para vivir y trabajar dónde confluyeran Oriente y Occidente, y allí conoce a Cavafis, con el que se identifica. Comparte con él la homosexualidad, que trata siempre de forma velada en sus obras, como lo hace Cavafis en sus poemas histórico-amorosos. La influencia de Cavafis es enorme, con muchos puntos en común: tienen sensibilidades semejantes, en ambos fina ironía y falta de interés por lo grandioso. Para el poeta la historia no es sino una sucesión de breves e íntimos momentos en la vida de las personas, por lo que se puede decir que es un miniaturista y cada poema es un pequeño retrato primorosamente elaborado: crea una mitología narrando la historia del helenismo, aunque Forster no compartiera la creencia de Cavafis en la conexión entre la Alejandría del pasado y la del presente basada en una refinada decadencia. Los años de la 1ª guerra son decisivos: sus obras Pharos and Pharillion, Alexandria, y Pasaje a la India muestran la relación entre Oriente y Occidente y la influencia de Cavafis en Forster, el cual encuentra su horma en Alejandría. En correspondencia, Forster hace enormes esfuerzos por dar a conocer la obra de Cavafis al público de habla inglesa, a través de Eliot, Graves, Toynbee o T.E.Lawence, y escribiendo, así mismo, ensayos sobre el poeta.

La 2ª guerra mundial trajo a Lawrence Durrell a Alejandría. Al principio no pareció causarle gran impresión: la describió como “… ciudad napolitana en ruinas de cochambroso aspecto…”, aunque cambiase su percepción con el tiempo, infundiendo vida a esa ciudad con El cuarteto de Alejandría (1952-60). Durrell describe una ciudad “…enferma, agonizante, pródiga, hospitalaria y dispersa…”; ciudad de “…profunda resignación, lasitud espiritual y autoindulgencia, donde abundan la envidia y el castigo”. Una ciudad de expatriados, que son sus protagonistas principales, con presencia destacada del elemento nativo copto y ausencia del árabe nativo. La Alejandría de Durrell es la ciudad de la diversidad, de idiomas, de gentes y crisol de todas las taras humanas. Alejandría es para Durrell el principio femenino, la oscura feminidad en la que puede reencarnarse Cleopatra. Como Forster, Durrell carga contra la clase funcionarial y militar inglesa que sigue despreciando al elemento autóctono y contemplando con horror la mezcla de razas. Durrell siente la presencia de Cavafis en la ciudad, al que llama viejo profesor en el Cuarteto, y se introduce a través de él en el escenario de la misma, a la que contempla con relativismo, como juego de espejos, según los mil prismas de sus personajes, que llevará, finalmente, a la decadencia sin decepción y a la fragmentación.
Contemplando Alejandría desde los siglos, vemos que primero tiene una existencia de casi 1000 años, seguida de un periodo de olvido casi total durante otros 1200; luego, un “resurgimiento” frustrado por poco más de 100 años en coincidencia con un periodo decadente de Occidente en el que éste cree ver en Alejandría un puente con Oriente y con su pasado, y, finalmente, la inmersión indiferenciada en el mundo islámico. Alejandría es hoy una ciudad  árabe más, amorfa, populosa, y un reducto del salafismo. Una visita fugaz efectuada un par de décadas atrás, deparó un paseo marítimo (la famosa Corniche) flanqueado por casas de fachadas ruinosas, desconchadas y sucias; un pavimento accidentado, recalentado por el sol, con una mezcla resbaladiza de grasa de automóviles y polvo del desierto; una chamarilería con un Gallé, vestigio de tiempos más prósperos, cuyo propietario era consciente de su valor, y un museo escuálido con cuatro piedras almacenadas. Faltó tiempo para salir de allí. Es de suponer que presentase mejor aspecto en la época del rey Faruk. Así, el mito de Alejandría, aparece y desaparece a lo largo de la Historia, a lomos de historiadores, pensadores, poetas y escritores, pero es solo una entelequia, una ilusión. No queda nada de él. Y no lo es, porque no quedan restos materiales del pasado ni continuidad de sus moradores ni sus tradiciones. Los sedimentos sobre sedimentos abrigan apenas vestigios insignificantes y tan difíciles de encontrar como los fósiles del Precámbrico. De existir, esos restos pudieran hacer pensar en un espíritu de la ciudad que perviviera en el tiempo, y de una profundidad cultural de la que desgraciadamente carece, ya que esa continuidad ha sido aplastada una y otra vez. El piso sombrío donde vivió Cavafis o el Hotel Cecil del Cuarteto no es suficiente. La afirmación de que la ciudad ha sido siempre “un lugar que acepta las nuevas culturas sin perder la identidad”, no es más que basura propagandista autocomplaciente. La nueva Biblioteca de Alejandría inaugurada a bombo y platillo en 2002, y presunta heredera de la creada en el siglo III a.C., es un buen ejemplo de la irreversibilidad del tiempo.

                  



Sin embargo, el mito sobrevive, y sobrevive gracias a los esfuerzos denodados de escritores por conservarlo y a críticos literarios empeñados en potenciarlo. Y a los lectores. No olvidemos tampoco el cine, que es el encargado en nuestro siglo de fijar, en nuestra memoria colectiva, recurrente aunque fragmentariamente, tanto la historia del último faraón de Egipto, Cleopatra, como la de Alejandro. Así, pues, somos incapaces de olvidar el sueño de Alejandría, perseverante, obsesivo, como perseguidos por una maldición, por un fantasma que aparece y desaparece de entre las brumas históricas en nuestra existencia ennuyante. ¿No será, por ventura, que también estemos esperando a los bárbaros?