Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

sábado, 16 de noviembre de 2013

CATALUÑA

No le ha ido nada mal a Cataluña formar parte de España. Para justificar la anterior afirmación, forzoso es remontarse a la época de la unión de las coronas de Castilla y Aragón. Aragón terminó antes su expansión peninsular a costa de territorios en poder de los musulmanes, dedicándose desde entonces a extender con gran éxito su actividad comercial por el Mediterráneo y a la adquisición de nuevos territorios, como Sicilia y Nápoles. No así Castilla, enfrascada en guerras sucesorias y en lucha contras los moros por los últimos territorios que quedaban en sus manos. El sistema político del Reino de Aragón estaba más evolucionado, formando los cuatro Reinos que lo constituían, Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares una especie de Confederación con sus Instituciones propias y un mayor equilibrio entre el Monarca y los estamentos (nobleza, clero y clases altas). Su mayor proyección se produjo en el siglo XIV, destacándose Cataluña por su mayor población y su fachada marítima. Pero, esta situación cambia radicalmente en el siglo siguiente. Cataluña, que había sido el motor de la pujanza del reino aragonés, entra en una decadencia de recesión económica y convulsión social, que llevará, finalmente, junto con las dificultades políticas de los reyes aragoneses, a la unión de las dos coronas principales de la Península (1479), a pesar de sus trayectorias e intereses divergentes. Esa decadencia y esas dificultades tienen múltiples causas, sin las cuales no se habrían dado las condiciones para tal unión, con independencia de las voluntades particulares de Isabel y Fernando y de múltiples intereses en juego. Veamos cuales son esas causas:

La Peste Negra europea fue especialmente dura en Cataluña, con oleadas entre 1347-51, 1362-63, 1371 y 1396-97 y periódicamente durante el s. XV, diezmando su población. Sus 430.000 habitantes de 1365 se vieron reducidos a 278.000 hacia 1497.

2º Una consecuencia de la anterior despoblación fue la crisis del campo. Con una mano de obra escasa y tierras abandonadas, se produjo el choque entre el campesinado y los terratenientes. Unos, por la posesión de tierras que les llevarían a la emancipación de una servidumbre legal, y otros por afianzar sus derechos tradicionales sobre los vasallos. Los levantamientos armados, incendios y asesinatos fueron una constante por parte de esos campesinos vinculados a la tierra (payeses de remença), dándose en la práctica una permanente guerra civil.

3º Una crisis financiera sacudió la Barcelona de finales del XIV, registrándose espectaculares quiebras, entre 1381 y 1383, de los principales bancos privados. La ausencia de capitales propició la irrupción de los financieros italianos como principales banqueros de los reyes de Aragón, y Génova se convirtió en el principal centro financiero del Mediterráneo occidental, arrebatando a Cataluña el control del comercio de las especias, tejidos y granos, y, además, pasó a ser la llave de las exportaciones de lana castellanas a través de los puertos del sur de Castilla.

4º El comercio del Principado comenzó a hundirse hacia 1450, coincidiendo con el recrudecimiento de las convulsiones rurales y con las divergencias entre las clases altas y el rey, que, desde su corte napolitana pedía cada vez más dinero. El poder efectivo fue cayendo cada vez más en manos de la Generalitat, instrumento de una oligarquía cerrada, y a su vez, puesta en entredicho por las clases inferiores. Aparte de las luchas del campesinado contra las clases privilegiadas, otros empezaron a disputarse el poder en las ciudades. En Barcelona existía una lucha feroz entre dos partidos, la Biga y la Busca. El primero era el partido de la oligarquía urbana de rentistas y grandes comerciantes, y el segundo, estaba formado por tejedores, pequeños comerciantes y artesanos. El conflicto, con el rey de por medio, interviniendo con unos y con otros, y envenenándose con problemas sucesorios, terminó en la guerra civil de 1462-72: una guerra entre la monarquía y la clase dirigente, de la Busca contra la Biga, de los campesinos contra sus señores, y de las familias rivales entre sí por el control del Principado.

5º El conflicto civil se internacionalizó, ofreciendo la Generalitat la corona, sucesivamente, a Enrique IV de Castilla, al Condestable de Portugal y a Renato de Anjou. Luis XI de Francia aprovechó la ocasión y se anexionó los condados catalanes de Cerdaña y Rosellón en 1463. En efecto, había concluido la guerra de los 100 años contra Inglaterra (1339-1453) y Francia pudo volver nuevamente sus ojos hacia el Mediterráneo. La guerra civil se inclinó hacia el monarca Juan II, pero, a su muerte en 1479, dejó en herencia a Fernando su país desgarrado y con sus problemas sin resolver.

El Compromiso de Caspe

En paralelo con las circunstancias descritas anteriormente, se habían ido produciendo determinados hechos políticos que apuntalaban la posición de los que propugnaban la unión de las dos Coronas. En 1410 muere Martín I sin descendencia, disputándose el trono varios pretendientes apoyados por distintas facciones. Después de disturbios y enfrentamientos, en 1412 se produce el compromiso de Caspe, mediante el cual, los compromisarios de los distintos reinos de la Corona de Aragón acuerdan proclamar rey a Fernando de Antequera, infante de Castilla, rama menor de los Trastámara y nieto de Pedro IV de Aragón. A pesar de lo impopular de la aproximación entre aragoneses y castellanos (más en el lado castellano), existían fuerzas interesadas en una estrecha aproximación entre las dos coronas. Al fin y al cabo, la rama aragonesa de los Trastámara poseía extensos dominios castellanos.

Había también un transfondo intelectual proclive a la unión de los reinos peninsulares, ya que la palabra España no era una invención nueva. La Hispania romana deriva en la España visigoda, ya que esta monarquía había conseguido unificar toda la península, no sin esfuerzo, después del derrumbe del Imperio romano. Después de la formación de los distintos reinos y condados surgidos en el norte, como consecuencia de la invasión musulmana en el 711, y durante la consolidación de esos reinos y su avance hacia el sur, siempre existió entre ellos un sentimiento común de la unificación perdida y un hilo de legitimidad en la Reconquista, a pesar de las luchas de poder entre los reinos cristianos por acrecentar sus territorios. En el peor de los casos existía el sentimiento geográfico de pertenencia a España. El concepto de España era especialmente querido por un grupo de humanistas en torno al Cardenal Margarit, canciller del padre de Fernando Juan II de Aragón. De manera que, el más interesado en la unión de las dos coronas era la federación catalano-aragonesa metida en un callejón sin salida, con problemas institucionales y financieros irresolubles y asediados por la amenaza expansionista francesa. Así, pues, la alianza con Castilla se convirtió en el objetivo prioritario de su política exterior.

                        

Hay que tener en cuenta la desproporción de habitantes entre los dos reinos. A final del s. XV Castilla tenía de 6 a 7 millones frente al millón (!), aproximadamente, de todo el reino de Aragón (ya se ha dicho que en Cataluña eran unos 278.000). Esto puede parecer inconcebible con los ojos de hoy en día, cuando la España interior está en su mayor parte despoblada y es la periferia la que concentra la población, pero entonces era lo contrario. A pesar de los conflictos internos, Castilla había seguido prosperando, gracias en parte a la producción y al comercio lanero, y expandiéndose. Aragón y Cataluña hicieron un buen negocio, ya que la unión no fue una absorción por parte del más poderoso, sino que ambos reinos siguieron con sus propias instituciones y sus respectivos monarcas, una unión entre iguales. Sin embargo, es Aragón el que va a torcer la trayectoria histórica de Castilla. En 1492 termina la guerra de Granada y en 1493 se consigue recuperar el Rosellón y la Cerdaña. En 1495 los franceses entran en Nápoles, en manos de una rama menor de la casa de Aragón, y fuerza a los españoles a intervenir, enviando al Gran Capitán, y expulsando a los franceses en 1504, convirtiendo a Nápoles en otro reino de la monarquía española. Y todo ello con hombres y recursos de Castilla. A partir de la unión, y en virtud de la desigual relación de los reyes españoles con la Cortes de uno y otro reino, casi siempre fue imposible obtener recursos de las aragonesas y sí de las castellanas, mucho más débiles y manipulables frente a la corona.

El Gran Capitán en Ceriñola

Dando un salto de cien años, nos encontramos con una situación radicalmente distinta: la monarquía hispana se encuentra en serias dificultades, y en confrontamiento permanente con Inglaterra, Francia, Holanda y el norte de África. Todo el esfuerzo militar y económico seguía cayendo sobre la, por entonces, exhausta y en gran parte ya despoblada Castilla. En esas circunstancias, el Conde-Duque de Olivares requiere a las demás partes de la corona su contribución en hombres y dineros a las necesidades comunes. Algo aportan Aragón y Valencia; menos Portugal y nada Cataluña. La insistencia de Olivares, con ocasión de las nuevas hostilidades con Francia, desata la rebelión de Cataluña apoyada por los franceses. Se queja Olivares al virrey Santa Coloma:

Cataluña es una provincia que no hay rey en el mundo que tenga otra igual a ella... Si la acometen los enemigos, la ha de defender su rey sin obrar ellos de su parte lo que deben ni exponer su gente a los peligros. Ha de traer ejército de fuera, le ha de sustentar, ha de cobrar las plazas que se perdieren, y este ejército, ni echado el enemigo ni antes de echarle el tiempo que no se puede campear, no le ha de alojar la provincia...

Lo mismo ocurre con Portugal, abriéndose dos frentes imposibles de cerrar. El resultado es la separación definitiva de Portugal y, la menos conocida de Cataluña (1641), la cual entra a depender de la Corona francesa. No debió irle muy bien a Cataluña la experiencia, porque 11 años después y a petición de los propios catalanes, tropas españolas vuelven a posibilitar el retorno del Principado. Eso sí, se aceptaron los antiguos fueros y privilegios (los de la nobleza, las clases altas y el clero), esto es, su no contribución fiscal a las vacías arcas de la corona.

                                                

Otro gran conflicto se produce unos 50 años más tarde, con ocasión de la guerra de sucesión. Una guerra civil y no otra cosa, como afirma el nacionalismo actual. Cataluña, esto es, las clases dominantes, deciden apoyar la causa del candidato austríaco a la corona de España. Esto no fue así al principio, ya que nadie cuestionó la legitimidad de Felipe V en Cataluña, puesto que se prometió el mantenimiento de leyes y privilegios, pero pronto debieron darse cuenta del carácter centralista de la nueva dinastía, y proclamaron rey al pretendiente austríaco y solicitaron la intervención inglesa. Pero no había un sentimiento antiespañol, sino antifrancés. Se dieran cuenta de los peligros que suponía caer en la órbita francesa: la pérdida de los fueros y privilegios. Al fin y al cabo, los tiempos apuntaban en otra dirección. A la vista estaba el absolutismo de Luis XIV o la supresión de los parlamentos regionales en Inglaterra. En realidad, lo que ocurrió con la victoria del francés fue un paso hacia un mundo menos feudal. La tan aireada supresión de los derechos del pueblo, es pura fantasía. El pueblo, como sujeto de una supuesta alma colectiva, es concepto surgido en el s. XIX a partir del Romanticismo. Ni siquiera la Revolución francesa se hizo en nombre del pueblo, sino del Tercer Estado, esto es, de la burguesía, aunque tuvieran luego que ampliar el concepto.

Felipe V

Unos 100 años más tarde se produce otro gran choque con Francia: la invasión napoleónica. A medias, guerra de liberación y guerra civil, Cataluña tuvo bien claro contra quién luchaba. En 1810 Napoleón se anexiona todo el territorio comprendido entre los Pirineos y el Ebro, en contra de su propio hermano el rey José, y, en concreto, divide a Cataluña en cuatro departamentos, a la manera francesa, y anexionándolos al Imperio. Eran estos: Ter, Montserrat, Bocas del Ebro y Segre, con capitales respectivamente en Gerona, Barcelona, Lérida y Puigcerdá.

En resumen, parece bastante claro que, desde que en el s. IX, formaba parte de la Marca Hispánica, anexionada por Carlomagno, Cataluña ha estado siempre escapando de la anexión francesa, y, no lo olvidemos, gracias al parapeto español. Sin él, con toda probabilidad, Cataluña sería hoy parte de Francia, dividida en departamentos como los demás, con la pérdida de su identidad como conjunto, como ya ocurrió con la Cerdaña y el Rosellón, y el francés como único idioma. Y esto no es Historia-ficción. Francia ha estado incorporando territorios (reinos, condados, ducados…) hasta casi el final del s. XIX, bien por herencia, alianzas matrimoniales o conquistas, y el resultado es conocido.

Para aquéllos para los que los anteriores argumentos no sean convincentes, y crea, como los nacionalistas de ahora, que Cataluña ha sido conquistada y expoliada por España, los hechos muestran todo lo contrario, ya que, durante los siglos XIX y XX, Cataluña se ha ido posicionando a la vanguardia del progreso del país, a veces en detrimento del progreso de otros, siempre con proteccionismo aduanero, con actuación de lobbies en su beneficio, etc., al margen de vicisitudes que han alcanzado a todos, y, por tanto, si hubiese sido conquistada y expoliada, estaría a la cola de las regiones y no a la cabeza. Sería un contrasentido. Otros sí han sido expoliados, despoblados y empobrecidos. No hace falta decir cuales. No, no le ha ido nada mal a Cataluña formar parte de España.

El nuevo sistema fiscal de acuerdo con la Constitución de Cádiz de 1812, luego anulada y combatida principalmente por quienes añoraban el viejo régimen, se basaba en las siguientes proposiciones:
Que no ha de haber aduanas interiores.
Que el cupo de cada provincia ha de ser correspondiente a su riqueza.
Que las contribuciones se han de repartir entre todos los españoles en proporción a sus facultades.
Juzguen Uds. si no se han tirado 200 años a la basura, ¿o han sido 550?

Lo que el nacionalismo actual ha venido en llamar insistentemente pérdida de las libertades del pueblo, en realidad ha sido pérdida de los fueros y privilegios de las clases estamentales, en línea con las demás naciones, y, lamentablemente, proceso fallido en España, dada la singular aberración de la situación vasca y navarra presente, y las ambiciones nacionalistas catalanas. En el pasado éramos menos hipócritas; hoy, los intereses inconfesables de algunas clases se camuflan con la capa del nacionalismo. Parece que hemos vuelto a la Edad Media: las Autonomías presentes equivalen a los condados y ducados de antaño, en conflicto permanente entre ellos y todos contra el débil poder central, el Rey entonces, el Estado hoy. Y lo que solemos llamar el pueblo, ¿qué papel juega en todo esto? Servir de carne de cañón a los intereses de los poderosos, hoy como ayer, manipulados, “humillados y ofendidos”, muertos y desterrados. Decía Stefan Zweig en Un mundo de ayer que el nacionalismo es la peste, esa enfermedad contagiosa colectiva, causante de tantos males en la Europa de los últimos dos siglos. Algo debería saber el que se suicidó por no soportar el paso de las dos guerras mundiales.


Nota. Fuentes: Elliot, Vicens Vives, Maragall, Marañón, Fernández Álvarez, Artola.

martes, 8 de octubre de 2013

ALEJANDRÍA

El mito de Alejandría. Un mito de Occidente. Resucitado por un poeta de fines del XIX, Constantino P. Cavafis, y, básicamente, por dos escritores del XX, E.M.Forster (Regreso a Howards End, Una habitación con vistas, Pasaje a la India) y Lawrence Durrell (El cuarteto de Alejandría…). Pero antes convendría un resumen, aunque apresurado, de la historia de la ciudad.

Alejandro. Mosaico de Pompeya
Alejandría fue fundada por Alejandro el Grande en el delta del Nilo en el año 331 a. C., antes de dirigirse a la conquista definitiva del Imperio Persa. A su muerte, sus generales se repartieron su Imperio, y uno de ellos, Ptolomeo, se quedó con Egipto, iniciando, así, una dinastía que duraría trescientos años. Durante ese periodo, Egipto fue gobernado por faraones griegos. Estrabón alaba la importancia estratégica y comercial de Alejandría, que, junto al declive o desaparición de otras ciudades, como Tiro, convirtieron a la ciudad helenística en la más relevante del Mediterráneo. La acertada política de los primeros Ptolomeos la convirtió en un foco cultural de primer orden, una vez desaparecida Grecia de la escena. Se construyó la famosa Biblioteca de Alejandría con libros de todas las partes del mundo (se habló de 400.000 volúmenes); el Mouseion, dedicado a las Musas, especie de universidad de la época; el famoso Faro (en la isla de Pharos), una de las maravillas del mundo antiguo; el Soma, mausoleo que, según se decía, llegó a albergar el sarcófago de oro de Alejandro… Como ejemplo de fusión de religiones, Ptolomeo I levantó un templo al nuevo dios de la ciudad, Serapis, que combinaba los atributos de los dioses egipcios Osiris y Apis con Zeus, Plutón y Escolapio. En Alejandría prosperaron personajes, especialmente en el ámbito científico, como Euclides, Eratóstenes, Apolonio, Aristarco… fuga de cerebros de una Grecia sin recursos y sin pulso. Sin  embargo, asistimos a la ausencia de logros en la literatura, tal vez por la influencia del mecenazgo: decae el interés por el teatro, y la poesía alejandrina es escolasticismo, elegancia, técnica y hastío vital, y también referencias artísticas y literarias, arte por el arte. Triunfa el epigrama elegíaco que sobrevivirá en Bizancio.
Faro
Alejandría se convirtió en una ciudad cosmopolita, económicamente pujante, una Nueva York de nuestros días. Sin pasado, pero con población de todas las partes del mundo, con predominio tal vez a parte iguales de griegos, judíos y egipcios. Los judíos se habían asentado por ser Judea parte del nuevo Imperio ptolemaico. Incluso fueron adoptando el griego como idioma, y tradujeron al mismo su Biblia, que se llamó de los Setenta, más tarde traducida al latín y adoptada por el cristianismo. Así, Alejandría presentaba un carácter de aluvión, como si el Nilo, periódicamente, dejase su capa de limo en cada crecida, no siempre fertilizante. A veces la inundación era de sangre, por las múltiples guerras e innumerables revueltas que presenciaron sus calles. Los alejandrinos tenían pasión por los grandes fastos, por el espectáculo y tenían fama de crueles, indómitos y conflictivos. Estrabón, con su puritanismo romano, describe hombres y mujeres sin pudor, violentos y borrachines.
Un nuevo actor aparece en escena, y éste es Roma. Al principio como aliado, luego como dominador. Después de desembarazarse de Cartago, Roma fue apoderándose poco a poco de toda Grecia y Asia Menor, así como de Siria, con capital en Antioquía, (lo que quedaba del antiguo Imperio Seléucida: por Seleuco, otro de los generales de Alejandro que se hicieron con la parte asiática), y convirtieron Egipto en un protectorado, manteniendo a sus faraones. Y en este punto se produce la más célebre tragedia de todos los tiempos, la que protagonizaron Cleopatra (el último Ptolomeo), César, Marco Antonio y Octavio, quizás el cuarteto más célebre de la Historia, y tantas veces llevada a los teatros: la más notoria, Antonio y Cleopatra de Shakespeare. Otra encrucijada decisiva en la Historia de Roma. Después, a partir del 31 a.C., Egipto se convertiría en su granero.

Encuentro de Antonio y Cleopatra, L. Alma Tadema
Flavio Josefo nos habla de los conflictos entre griegos y judíos, existentes ya desde la fundación de la ciudad y que serían una constante bajo el poder romano. Desde siempre los judíos tuvieron los mismos privilegios que los griegos, lo que no fue caso de los egipcios, y, a pesar de haber asimilado su lengua y cultura, su convivencia nunca fue pacífica. Las matanzas nunca cesaron en la Alejandría romana: bajo Calígula, Nerón, Trajano, Caracalla...las revueltas se cobraron decenas de miles de víctimas y los judíos fueron casi exterminados.
La expansión de Roma hacia Oriente puso en contacto a sus ciudadanos con las religiones orientales y asimilaron los cultos mistéricos y las religiones de salvación, debilitándose los lazos con la religión olímpica, tal vez fruto de una nueva sensibilidad o temor hacia un mundo que se tambaleaba. Alejandría se convirtió en el centro de confrontación y evolución religiosa, y vemos, a lo largo de cuatro siglos, rivalizando el neopitagorismo, el neoplatonismo, el gnosticismo y el cristianismo. Éste último fue adquiriendo cada vez mayor importancia, sufriendo persecuciones y persiguiendo a su vez después de la conversión de Constantino. Una vez consolidado, más o menos, el cristianismo, como amalgama de las religiones y filosofías existentes, las disputas se dieron en su seno: las controversias en torno a la naturaleza del Hijo, la rivalidad entre Atanasio y Arrio, la separación entre las Iglesias de Oriente y Occidente, la designación de Constantinopla como nueva capital del Imperio, las luchas interminables entre ortodoxos, nestorianos, arrianos y monofisitas… El último filósofo pagano de importancia fue Hipatia, asesinada en el 415. Pero el monofisismo (una sola naturaleza divina de Jesucristo), adoptado por los egipcios nativos, pervivió en la Iglesia copta. Al final, ya no le quedaría a Alejandría aliento. Cuando los árabes llegaron en el 642 (sólo 20 años después de la huida de Mahoma de la Meca), la ciudad estaba lista para caer como un fruto maduro. A los ciudadanos corrientes les daba lo mismo quién mandase, y, además, el Islam podía considerarse como otra herejía más. Se entregó sin oponer resistencia a los bárbaros venidos del desierto de Arabia.

                            
Ahora se concluyó la tragedia de la Biblioteca de Alejandría: una tragedia en varios actos, según versiones. En el primero, Julio César decidió enviar parte de los fondos a Roma, incendiándose los mismos accidentalmente antes de embarcarlos; luego, durante el asedio de Diocleciano, se quemaron los libros egipcios de la biblioteca; posteriormente, el patriarca de Alejandría Teófilo, en el 390, destruyó el Serapeo junto con su biblioteca; finalmente, el último acto fue protagonizado por los árabes, que, según sus historiadores y, siguiendo la consigna de Omar: “Si lo que contienen los libros es conforme al Corán, éste los vuelve inútiles. Si, por el contrario, lo que encierran se opone al Corán, no los necesitamos”. Se habrían utilizado como combustible para calentar los baños de Alejandría durante seis meses.
Pero, los árabes prefirieron Al Fustat/El Cairo para su capital, y Alejandría pasó casi 1200 años en el olvido. La decadencia de la ciudad fue continua y los terremotos hicieron el resto, sumergiendo la ciudad en el mar. El famoso Faro y los canales desaparecieron. Viajeros de finales del XVIII, leídos en Plutarco, Shakespeare o Gibbon, o las tropas de Napoleón, se asombran de encontrar un villorrio árabe de 4 ó 5000 habitantes. Con la marcha de los franceses, un virrey del sultán turco en Egipto, Mohamed Ali, amigo de la modernidad, se puso a la tarea de reconstruir Alejandría. Ésta recuperó su importancia comercial, concentrando en ella la actividad de exportación e importación y atrayendo capitales. El número de expatriados de todas las nacionalidades aumentó vertiginosamente, sobre todo griegos, italianos y franceses, convirtiendo en poco tiempo Alejandría en una ciudad casi europea, multicolor y cosmopolita. Los visitantes ilustres se suceden: escritores y viajeros interesados en los restos arqueológicos de Egipto y que dan cuenta de esa realidad en una época fascinada por la Historia, por el auge de la arqueología y el pasado faraónico. Comienzan los intentos por descubrir la tumba de Alejandro, interpretando las fuentes antiguas, y que no han cesado hasta nuestros días, infructuosamente. Proliferan los relatos orientalistas exóticos en Europa, como el de T.Gautier Une Nuit de Cléopatre; pinturas, como Cleopatra ante César de Gérôme, Cleopatra de G.Moreau, o Encuentro de Antonio y Cleopatra de A. Tadema. Cleopatra encarnaba perfectamente la reina oriental, la mujer exótica y voluptuosa, fatal y mortífera. 

La ciudad creció de forma anárquica, con edificios de gusto mediocre y sin restos arqueológicos que le dieran personalidad. Alejandría produciría artistas eclécticos que buscarían en Europa su inspiración, como los de la época de los Ptolomeos la buscaron en Grecia y los de época tardía en Bizancio. Los escritores ingleses que se ocuparán de Alejandría, Thackeray, Liddell, Forster, Durrell… ,y que, curiosamente, contribuirán a la propagación del mito alejandrino, no tienen, sin embargo, una opinión demasiado favorable hacia la ciudad, demasiado pretenciosa de imitación parisina. Según Liddell, un “paseo marítimo… en el que varias culturas han dado lo peor de sí mismas… arquitectura de papel pintado de la peor calidad…  rematado con franjas de bisutería barata”.


                                
En esta nueva Alejandría se aposenta la familia griega del poeta que restaurará el mito alejandrino, Constantino Cavafis, nacido en 1863. Dedicada a la exportación de algodón a Inglaterra y más tarde arruinada, la familia marcha a Inglaterra donde Cavafis pasará siete años de formación. Cavafis no es un poeta griego, sino un poeta personalísimo que, al margen de las corrientes literarias griegas del momento, escribirá en griego sobre un mundo del pasado exótico en una época atravesada por el Romanticismo, el Simbolismo y el Decadentismo. Un pasado mirado con nostalgia, delectación y voluptuosidad, muy cercano al ennui contemporáneo y que cuenta con la memoria fragmentaria del lector. Cavafis se centra en el pasado alejandrino y bizantino con preferencia a la Grecia clásica. Quizás el más conocido de los poemas de Cavafis sea Ítaca:
“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca pide que el camino sea largo… que llegues a puertos nunca antes vistos… hazte con hermosas mercancías, nácar y coral, ámbar y ébano… Ten siempre a tu Ítaca en tu pensamiento… mas no apresures nunca el viaje… y atracar… enriquecido de cuanto ganaste en el camino…”.
El viaje no es la meta final, sino el camino. Pero, tal vez, el poema más definitivo de esa agonía de la civilización sea Esperando a los bárbaros (1904):
“¿Qué esperamos congregados en el Foro? Es a los bárbaros que hoy llegan - ¿Porqué esta inacción en el Senado?... Ya legislarán cuando lleguen los bárbaros… - ¿Porqué empieza de pronto este desconcierto y confusión… y vuelven todos a casa compungidos? Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron… ¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros? Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.”
Bien pudiera aplicarse lo anterior a la Alejandría tomada por los árabes en el 642 d.C.

Las rosas de Heliogábalo, L. Alma Tadema
La pluma de Cavafis equivale al pincel de L. Alma Tadema y de otros pintores historicistas y decadentistas, una visión voluptuosa de capa sobre capa de decadencia y muerte como en Las rosas de Heliogábalo.
No tardarán en presentarse problemas nacionalistas en esa sociedad decimonónica occidentalizada y dominada por extranjeros, y, aprovechando los disturbios, la flota británica bombardeará Alejandría (1882) y convertirá Egipto en un protectorado. A partir de ahí, los enfrentamientos entre los egipcios y la comunidad extranjera se agudizarían, siendo el principio del fin de la comunidad griega en Egipto. En 1922 Egipto accede a la independencia, aunque Gran Bretaña se reserva el control militar, que sólo deja después de la 2ª guerra mundial, reservándose el Canal de Suez. Después, la creación del Estado de Israel, la nacionalización del Canal, el ascenso de Nasser y el panarabismo, completaron la ausencia de occidentales en Egipto y en Alejandría.

                                   
Forster llega a Alejandría en 1915. Sus primeras producciones, debido a sus viajes por Grecia, Italia e India, reflejan ese contacto con mundos que ponen en entredicho los valores de la clase media-alta inglesa. Están plagadas de imágenes de la antigua Grecia, pero no es un clasicista, sino un helenista, amando sus aspectos míticos y naturalistas. La relación de lo mítico y lo sensual es de enorme importancia, aunque sólo en Pasaje a la India se acepta el tema de la decadencia y del caos potencial que se esconde tras un choque entre culturas. Alejandría sería para él el lugar para vivir y trabajar dónde confluyeran Oriente y Occidente, y allí conoce a Cavafis, con el que se identifica. Comparte con él la homosexualidad, que trata siempre de forma velada en sus obras, como lo hace Cavafis en sus poemas histórico-amorosos. La influencia de Cavafis es enorme, con muchos puntos en común: tienen sensibilidades semejantes, en ambos fina ironía y falta de interés por lo grandioso. Para el poeta la historia no es sino una sucesión de breves e íntimos momentos en la vida de las personas, por lo que se puede decir que es un miniaturista y cada poema es un pequeño retrato primorosamente elaborado: crea una mitología narrando la historia del helenismo, aunque Forster no compartiera la creencia de Cavafis en la conexión entre la Alejandría del pasado y la del presente basada en una refinada decadencia. Los años de la 1ª guerra son decisivos: sus obras Pharos and Pharillion, Alexandria, y Pasaje a la India muestran la relación entre Oriente y Occidente y la influencia de Cavafis en Forster, el cual encuentra su horma en Alejandría. En correspondencia, Forster hace enormes esfuerzos por dar a conocer la obra de Cavafis al público de habla inglesa, a través de Eliot, Graves, Toynbee o T.E.Lawence, y escribiendo, así mismo, ensayos sobre el poeta.

La 2ª guerra mundial trajo a Lawrence Durrell a Alejandría. Al principio no pareció causarle gran impresión: la describió como “… ciudad napolitana en ruinas de cochambroso aspecto…”, aunque cambiase su percepción con el tiempo, infundiendo vida a esa ciudad con El cuarteto de Alejandría (1952-60). Durrell describe una ciudad “…enferma, agonizante, pródiga, hospitalaria y dispersa…”; ciudad de “…profunda resignación, lasitud espiritual y autoindulgencia, donde abundan la envidia y el castigo”. Una ciudad de expatriados, que son sus protagonistas principales, con presencia destacada del elemento nativo copto y ausencia del árabe nativo. La Alejandría de Durrell es la ciudad de la diversidad, de idiomas, de gentes y crisol de todas las taras humanas. Alejandría es para Durrell el principio femenino, la oscura feminidad en la que puede reencarnarse Cleopatra. Como Forster, Durrell carga contra la clase funcionarial y militar inglesa que sigue despreciando al elemento autóctono y contemplando con horror la mezcla de razas. Durrell siente la presencia de Cavafis en la ciudad, al que llama viejo profesor en el Cuarteto, y se introduce a través de él en el escenario de la misma, a la que contempla con relativismo, como juego de espejos, según los mil prismas de sus personajes, que llevará, finalmente, a la decadencia sin decepción y a la fragmentación.
Contemplando Alejandría desde los siglos, vemos que primero tiene una existencia de casi 1000 años, seguida de un periodo de olvido casi total durante otros 1200; luego, un “resurgimiento” frustrado por poco más de 100 años en coincidencia con un periodo decadente de Occidente en el que éste cree ver en Alejandría un puente con Oriente y con su pasado, y, finalmente, la inmersión indiferenciada en el mundo islámico. Alejandría es hoy una ciudad  árabe más, amorfa, populosa, y un reducto del salafismo. Una visita fugaz efectuada un par de décadas atrás, deparó un paseo marítimo (la famosa Corniche) flanqueado por casas de fachadas ruinosas, desconchadas y sucias; un pavimento accidentado, recalentado por el sol, con una mezcla resbaladiza de grasa de automóviles y polvo del desierto; una chamarilería con un Gallé, vestigio de tiempos más prósperos, cuyo propietario era consciente de su valor, y un museo escuálido con cuatro piedras almacenadas. Faltó tiempo para salir de allí. Es de suponer que presentase mejor aspecto en la época del rey Faruk. Así, el mito de Alejandría, aparece y desaparece a lo largo de la Historia, a lomos de historiadores, pensadores, poetas y escritores, pero es solo una entelequia, una ilusión. No queda nada de él. Y no lo es, porque no quedan restos materiales del pasado ni continuidad de sus moradores ni sus tradiciones. Los sedimentos sobre sedimentos abrigan apenas vestigios insignificantes y tan difíciles de encontrar como los fósiles del Precámbrico. De existir, esos restos pudieran hacer pensar en un espíritu de la ciudad que perviviera en el tiempo, y de una profundidad cultural de la que desgraciadamente carece, ya que esa continuidad ha sido aplastada una y otra vez. El piso sombrío donde vivió Cavafis o el Hotel Cecil del Cuarteto no es suficiente. La afirmación de que la ciudad ha sido siempre “un lugar que acepta las nuevas culturas sin perder la identidad”, no es más que basura propagandista autocomplaciente. La nueva Biblioteca de Alejandría inaugurada a bombo y platillo en 2002, y presunta heredera de la creada en el siglo III a.C., es un buen ejemplo de la irreversibilidad del tiempo.

                  



Sin embargo, el mito sobrevive, y sobrevive gracias a los esfuerzos denodados de escritores por conservarlo y a críticos literarios empeñados en potenciarlo. Y a los lectores. No olvidemos tampoco el cine, que es el encargado en nuestro siglo de fijar, en nuestra memoria colectiva, recurrente aunque fragmentariamente, tanto la historia del último faraón de Egipto, Cleopatra, como la de Alejandro. Así, pues, somos incapaces de olvidar el sueño de Alejandría, perseverante, obsesivo, como perseguidos por una maldición, por un fantasma que aparece y desaparece de entre las brumas históricas en nuestra existencia ennuyante. ¿No será, por ventura, que también estemos esperando a los bárbaros?

                             

lunes, 9 de septiembre de 2013

TARZÁN DE LOS MONOS

El tema puede parecer frívolo, pero, su crítica, tal vez no. De adolescentes (en determinada geografía y muchas décadas atrás) leíamos a Tarzán. Los que lo hacíamos despreciábamos a los que veían solamente sus películas. Estaba mal, pero, tenía su fundamento: el más conocido Tarzán del cine era un tipo bobalicón, que apenas articulaba dos palabras (yo Tarzán, tú Jane), con una compañera "poquita cosa" y un chimpancé por mascota. El protagonista debía todo su mérito a haber sido campeón de natación en su vida real. De hecho, el principal numerito era matar al cocodrilo en su medio. Pero, el Tarzán de los libros era otra cosa… eran novelas (24 volúmenes) llenas de imaginación, sin pretensiones literarias, con una lectura fácil y vertiginosa, que ahora, con gustos literarios más pulidos, nos parecen muy simplonas. El protagonista era un sujeto con dominio de varios idiomas, aparte de su facultad para comunicarse con todo tipo de fieras, y con capacidad de aprender en poco tiempo el idioma de las civilizaciones perdidas con las que entraba en contacto. Eso era lo más emocionante: esas civilizaciones perdidas, que, cómo no, estaban en un continente inmenso, el africano, bastante inexplorado por aquélla época, y conocido sólo a través de libros y revistas. Estamos hablando de 1914 (a punto de cumplirse 100 años), cuando se publicó en libro Tarzán de los monos (Tarzan of the Apes) del escritor norteamericano Edgar Rice Burroughs (escritor prolífico también en ciencia ficción). Solo en 1984 el cine se redime, con una película protagonizada por Christopher Lambert y dirigida por Hugh Hudson, que resulta bastante fiel a la historia original.

                                                 

Por entonces, año de su publicación, el Imperio británico estaba casi en su apogeo. África ya se había repartido entre las Potencias en la Conferencia de Berlín de 1885, en la que Alemania se había reservado su buena porción. Con el resultado de la 1ª guerra mundial, el África colonial alemana pasa a los vencedores e Inglaterra hereda buena parte de la misma con la “tutela”, por mandato de la Sociedad de Naciones, de parte de Togo y de Camerún y Tanganika, y que, con Francia, se reparte prácticamente el continente africano, salvo el Congo Belga, las colonias portuguesas e italianas y poco más. África seguía siendo en gran parte desconocida, incendiando la imaginación de los lectores de todo el mundo, como otros sitios inexplorados del planeta (cada vez menos), y las novelas de aventuras con su punto esotérico, basadas en ese continente, eran éxitos seguros. Eran la alimentación juvenil de aquellas épocas. Anotemos al escritor H. Rider Haggard y su famosa Las minas del rey Salomón (1885), con el aventurero Allan Quatermain y otras de la saga. No hacía mucho que las famosas exploraciones de África habían tenido lugar (a lo largo del  siglo XIX), y aún se guardaba en la memoria las incursiones de Burton y Speke y sus rivalidades (1858-62), en busca de las fuentes del Nilo Blanco y las míticas Montañas de la Luna, ya mencionadas por Ptolomeo: exploraciones auspiciadas por la Sociedad Geográfica de Londres (tapadera para la expansión colonial del Imperio). También, las correrías del predicador Livingstone por el Zambeze y los lagos Nyassa y Tanganika (1848-72), y el viaje, en busca de Livingstone, del periodista americano Stanley (1872).

           
                                       

Junto al apogeo del Imperio británico, estaba su fe en su misión al frente de la civilización, rescatando a los pueblos “inferiores” de su atraso y llevando el progreso a todos los rincones del planeta, como una nueva Roma civilizadora. No olvidemos, de paso, la creencia, más o menos difusa, de todos los pueblos nórdicos, en aquella época, en su superioridad racial, incluyendo a los anglosajones. No cabe duda de que Burroughs era un buen anglófilo, y todo ello explica el trasfondo del personaje de Tarzán. Veamos. La primera novela de la serie y clave de las demás, narra el viaje de John Clayton, hijo de Lord Greystoke, que, en compañía de su reciente esposa, naufraga en las costas occidentales de África, siendo los únicos supervivientes. Llegados a la costa, construyen una cabaña en los árboles con los restos del naufragio, y allí la mujer da a luz a un niño, a resultas de lo cual fallece, dejando al inconsolable marido con un recién nacido. La situación se presenta poco halagüeña y, de hecho, empeora, ya que un grupo de grandes simios aparece de pronto, matando al hombre. Cuando está a punto de sucederle lo mismo al bebé, una hembra de simio que arrastra a su bebé muerto, se hace cargo del recién nacido, amamantando y criando a la criatura a partir de ese momento (la idea no es nueva, en el Libro de la Selva de Rudyard Kipling, 1894, Mowgly es amamantado y criado por lobos). No sabemos de qué clase de simios se trataba, ya que en el planeta sólo existen tres grandes simios, el gorila, el chimpancé y el orangután (este último en las selvas de Indonesia). Por la descripción parecen tener el tamaño del hombre pero capaces de desplazarse de rama en rama como un chimpancé. Contradicciones que siempre fueron difíciles de llevar a la pantalla.


                                    

Y aquí empiezan los problemas, porque es poco probable que alguien sobreviviera en semejantes condiciones. Nadie daría un duro por un ser desnudo, amamantado por un simio, en un ambiente húmedo y malsano como una selva tropical. Pero, en el supuesto de que sobreviviese, crecería raquítico, comido de parásitos, con las conexiones neuronales poco adecuadas a adaptarse a una vida civilizada y a tener don de lenguas, y, desde luego, poco apto para alzarse sobre los demás miembros de la especie adoptiva. En cambio, tenemos a un ser humano magnífico, atlético y sano y con una mente desarrollada como si hubiese terminado sus estudios en Oxford. Hasta es capaz de leer gracias a un juego de figuras y letras que su progenitor había rescatado del naufragio y que ha estado consultando en sus visitas a la cabaña abandonada. La novela hace filigranas en la descripción del proceso cognitivo. Y éste es el meollo y moraleja de la cuestión: cómo, un individuo, en medio de las adversidades y peligros de la naturaleza salvaje y, adornado de los mejores instintos y nobleza de carácter, es capaz de vencer a aquélla y alzarse como Señor de las Fieras, gracias a su herencia genética civilizada y, por supuesto a sus antecesores británicos de noble cuna. Y si no, vean esta perla. En determinada novela, el protagonista ve en peligro a un niño que está a punto de sucumbir a manos de una fiera, y aquél acude en su ayuda, describiendo el autor, así, la situación:

“ …el pequeño se encontraba acorralado por la fiera y sin escape ni salida posible. Las primitivas leyes de la selva, que habían guiado y gobernado la juventud de Tarzán de los Monos, no le empujaban a aceptar la responsabilidad que suponía asumir el papel peligroso de salvador, pero en sus venas había ardido siempre la llama caballeresca de los grandes señores, legado de sus antepasados ingleses, que le empujaba a arriesgar con frecuencia su propia vida por salvar la de los demás.”

¿No es deliciosa esta mezcla de ingenuidad y arrogancia?

Era una época en la que las clases altas inglesas iban a África a cazar a todo aquello que se moviera. Sorprende que quedara algún león vivo. No había piedad para con un recurso que en esa época parecía inacabable. Por lo que sorprende, en el autor, cierta anticipación, con matices, por una sensibilidad ecológica que tardaría en llegar, en sintonía, por cierto, con Kipling, en la humanización de los animales y en la hostilidad de la naturaleza sólo para aquellos incapaces de comprenderla.

No sorprende que el personaje tuviera tanta fortuna, porque representaba, en el fondo, la mentalidad dominante de una época y, en concreto, de un Imperio, que, finalmente, domeñaba a la naturaleza con éxito, incluyendo en la naturaleza a todos esos pueblos primitivos que merecían ser salvados por el Progreso. Todas las épocas tienen sus iconos y, no se dude, las actuales también, que son, en el fondo, concreción propagandística, no necesariamente consciente, de ideas o intereses dominantes, por muy inofensivas que parezcan. Cuanto más inofensivas más eficaces. Y una conclusión paradójica: sigan leyendo a Burroughs.

lunes, 2 de septiembre de 2013

EL JUSTICIERO

Charles Bronson es un tipo duro del cine. Sus facciones prominentes y sus rasgos atezados hubieran podido encasillarlo fácilmente dentro de papeles de villano. Sin embargo, no ha sido así. Como rudo vaquero, indio perseguido e indómito, pacífico ciudadano o policía honesto, casi siempre ha encarnado al paciente individuo que asiste, en carne propia o ajena, a los abusos de grupos o individuos, que, confundiendo bondad o educación con debilidad, se encaraman sobre los derechos ajenos, pisoteándolos sin piedad, humillando y escarneciendo a sus víctimas. Hasta que, a fuerza de tirar de la soga, ésta se rompe, cruzándose así una línea roja en virtud de lo cual, el paciente protagonista, sin apenas alterarse, pasa a la acción. Busca armas, que aparecen como por ensalmo, y empieza a “hacer justicia”. Los indeseables encuentran, pues, lo que merecen, con regocijo general de los espectadores, que han asistido hasta entonces, impotentes, a las fechorías de los malos.

Una ambientación típica de estas películas es la que transcurre en una ciudad norteamericana venida a menos, cuyo centro medio abandonado, con solares vacíos, casas derruidas o deterioradas, es habitada únicamente por personas empobrecidas o jubilados que malviven con sus insuficientes pensiones (situación real de muchas ciudades americanas: ver el blog del 23 de julio de 2013). Ese centro está tomado por pandillas de drogadictos que hacen la vida imposible a los indefensos habitantes, incendiando, saqueando y hasta matando, con la total ausencia de la policía, hasta que nuestro protagonista, generalmente un ex marine, va hasta un baúl escondido y empieza a sacar armas de todo tipo: pistolas, fusiles, granadas de mano y hasta lanza granadas, y, municionado así, empieza a liquidar delincuentes de forma masiva, poniendo en fuga a los pocos supervivientes. A veces se queda con la chica y colorín colorado …


Este tipo de películas se pueden catalogar como detestables desde el punto de vista cinematográfico, pero su incansable repetición monotemática, con sus múltiples variantes, parece revelar un deseo de satisfacer a un público que, de alguna forma, se ve reflejado o ve reflejada su realidad circundante. Una realidad que denota pobreza, delincuencia e impunidad. Este público sufre, pues, una especie de catarsis, descargando así sus frustraciones y volviendo a su casa reconfortado. Si bien la realidad no ha sido alterada, por lo menos en la pantalla se ha “hecho justicia”. No se trataría pues, de un ejercicio de violencia gratuita, de sed de sangre, como en el circo romano, de unos espectadores que vibran con los muertos y los tiros, como en principio pudiera pensarse, sino, tal vez, de unos espectadores ansiosos de que triunfe el bien sobre el mal, cosa difícil de ver en sus vidas cotidianas.

                          

Otro personaje de éxito es el policía Harry Callahan que encarna Clint Eastwood, que, saltándose muchas veces los procedimientos burocráticos, liquida a los delincuentes por la vía expeditiva, eso sí, en defensa propia, con gran enfado de su inepto jefe y del político de turno responsable de la policía, que representan el contrapunto al eficaz agente . Hay que decir que los personajes son simples y arquetípicos: el policía es muy íntegro, el jefe de policía muy tonto, el político muy corrupto y el delincuente muy malvado, de modo que el espectador no alberga ninguna duda ni remordimientos al respecto.

¿Qué consecuencias se pueden sacar de estas anécdotas cinematográficas? Trasladándonos a coordenadas más cercanas, ¿con qué nos encontramos o, por lo menos, cual es la apreciación del ciudadano de lo que sucede? El ciudadano percibe una casi total impunidad en la represión de los delitos. Y la impunidad es la madre de todos ellos. En una sociedad civilizada, se dice, el ciudadano debe delegar su seguridad en las instituciones dedicadas a velar por ella, como la policía, los jueces y los legisladores, pero, demasiado a menudo, observa cómo esa cadena falla estrepitosamente, por uno o por todos sus eslabones. Los delincuentes son puestos con demasiada frecuencia en libertad, con o sin cargos, esperando juicios que se eternizan, y volviendo a cometer uno o cien delitos más. Los jueces dictan sentencias inexplicables, con general escándalo. Los legisladores no actualizan las leyes ni las sanciones. La policía, aparte de sus propias ineficiencias, se desmoraliza al constatar la inutilidad de sus esfuerzos. En resumidas cuentas, el Sistema hace aguas por todas partes, y la causa de ello puede que se deba a razones ideológicas persistentes en el tiempo que impiden que el sentido común se imponga.

                                  

El actual estado de pensamiento parece derivarse de una concepción roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo pervierte, pensamiento promovido de forma simplista por ideologías que se han posicionado a la vanguardia de ciertos movimientos sociales, por lo que predomina una concepción de la represión del delito basada en la regeneración del delincuente, ya que en el fondo la sociedad habría tenido la culpa de su comportamiento. Eso llevaría, de forma natural, a una permisividad tanto en la enseñanza de lo que es correcto o incorrecto, como en las sanciones por el incumplimiento de las leyes. La cuestión no es baladí. Ya en el siglo V a.c., en la Atenas de Pericles, el filósofo sofista Protágoras tenía una visión diferente: el hombre es malvado por naturaleza y únicamente la sociedad, por una cuestión utilitarista, puede redimir al hombre de su perversión: la virtud puede ser aprendida y, por tanto, debe ser enseñada. Para ello, el argumento fundamental es el castigo del culpable, que solo tiene sentido para evitar una venganza irracional. En Platón, Diálogos, Protágoras, 324 a, b se lee:

...Porque nadie castiga a los malhechores prestando atención a que hayan delinquido o por el hecho de haber delinquido, a no ser que se vengue irracionalmente como un animal. Pero el que intenta castigar con razón no se venga a causa del crimen cometido  (pues no se lograría hacer que lo hecho no haya acaecido), sino con vistas al futuro, para que no obren mal de nuevo ni éste mismo ni otro, al ver que éste sufre su castigo. Y el que tiene ese pensamiento piensa que la virtud es enseñable. Pues castiga a efectos de disuasión...

Y esta es la clave, no se debe castigar como una purificación del daño anterior, sino como medida disuasoria. Vemos que casi 2500 años más tarde la polémica sigue en pie.

Pero, cuando el Sistema falla y sigue empeñado en advertir a los ciudadanos a renunciar a la legítima defensa, cuando parece proteger más a los delincuentes que a las víctimas, puede surgir la tentación de “tomarse la justicia por su mano”. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión, ¿sería lícito, en esas circunstancias extremas, semejante conclusión, o debe dejar el ciudadano que lo sigan humillando, vejando y hasta matando como a un cordero indefenso y, en todo caso, refugiándose en el cine como evasión a sus problemas? No olvidemos que siempre que haya indefensión habrá alguien dispuesto a aprovecharse de ella. O el Sistema vuelve a funcionar o vendrán malos tiempos.

domingo, 25 de agosto de 2013

AGARTHA

La Tierra es hueca. La que sigue es una de las teorías más alucinantes de cuantas hayan tenido lugar, que ya es decir. Agartha es el mito de un mundo subterráneo y secreto que habría existido en el interior del planeta, cuya denominación y descripción comenzó a difundirse a finales del siglo XIX y, que, con sus múltiples variantes, habría sido fundado por personajes legendarios en épocas remotísimas. Sobre esto no hay consenso: unos ponen sus orígenes en padres (gurús) fundadores hace cientos de miles de años (!); otros en semidioses venidos de Venus o almas venidas de otros planetas que ayudaron a construir las grandes civilizaciones y se emparejaron con los terrícolas. Más tarde, para huir de las destrucciones del exterior (Atlántida, Diluvio, etc.) se metieron en el interior de la tierra construyendo túneles y ciudades subterráneas. 

Aquí se juntan los mitos de todas las religiones y leyendas en una mezcla esotérica difícilmente digerible, de modo que es casi imposible poner un poco de orden a tanto despropósito. Para estos divulgadores, cuyos nombres no merece la pena destacar, en el reino misterioso de Agartha no existe el mal ni el crimen. Allí mora el Rey del Mundo o Brahmatma, que predice y dirige la marcha de los acontecimientos mundiales. Ese reino tiene accesos distribuidos por el mundo entero y estaría formado por varios continentes, océanos, montañas y ríos. Shamballa sería su ciudad central. En otros textos se habla de «los más ancianos», una antigua raza inmensamente inteligente y científicamente avanzada que pobló la Tierra millones de años atrás, antecesores del homo sapiens y que luego se cobijó bajo tierra. Aunque permanecen generalmente a distancia del mundo superficial, de vez en cuando se han sabido ofrecer a la humanidad para aportar crítica constructiva.

En cuanto a su estructura, el planeta Tierra sería hueco, con una corteza de unos 800 km de espesor y las entradas hacia el interior estarían ocultas y se encontrarían en lugares estratégicos y aislados para impedir el acceso a los visitantes externos. Muchas se encontrarían escondidas debajo de las aguas de los océanos, lagos, o volcanes. Habría algunas también en el Brasil, en la vastísima selva que arropa al Río Amazonas o en Siberia, en el Desierto de Gobi. De hecho, se encontraría una entrada aún virgen a pocos metros de profundidad entre las piernas de la Esfinge de Guiza, en Egipto (!). Las minas del Rey Salomón sería otra de esas entradas. La entrada principal se efectuaría a través del Polo Norte y habría otra más pequeña en el Polo Sur. En el centro de la Tierra existiría un pequeño Sol, muy débil, que proporcionaría luz perpetua a ese mundo de continentes y mares pegados a la parte interna de la corteza terrestre.

                             

¿Qué es lo que impediría que esos continentes y mares y todo lo que en ellos se contiene cayeran hacia el centro y, por tanto, hacia el Sol interior? Pues, nada menos que la gravedad, esto es, si la corteza tiene 800 km de espesor, el centro de gravedad de la corteza estaría supuestamente a 400 km de la superficie exterior y, por tanto, todo lo que estuviera pegado a la superficie interior sería atraído por ese centro de gravedad y, en consecuencia, no se caería hacia el centro de la Tierra. Lo que no sabía esa tribu de iluminados y sí cualquier estudiante elemental de Estática (rama de la Física), además de contradecir todas las teorías físicas y astronómicas en vigor, es que el centro de gravedad de una esfera hueca coincide con el de una esfera sólida, esto es, su centro geométrico, y, en consecuencia, todo se colapsaría hacia ese centro.

Hay que reconocer que semejantes disparates pueden tener un potencial notable desde el punto de vista literario. En 1864 se publica la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. Losexpedicionarios hallan la entrada en un volcán de Islandia y llegan a un mundo como el de la Tierra“exterior” en eras pasadas, con animales y plantas gigantescos. El estadounidense Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán, también lleva a éste a ese mundo interior al que llama Pellucidar (Tarzan at the Earth’s Core, 1930), haciendo entrar al protagonista a través del agujero del Polo Norte a bordo de un dirigible. Allí se encuentra con animales prehistóricos y razas de hombres y homínidos, resultado de una especie de evolución análoga a la sucedida en la Tierra “exterior”, pero desfasada en el tiempo. En otra historia, con otro protagonista, el método de acceso al mundo interior es una especie de vehiculo-excavadora que va perforando hasta encontrarse con la cara interior de la “corteza” terrestre. Aparte de lo literario, existen otras referencias, sospechosamente apócrifas, que dan cuenta de la supuesta visita de algunos viajeros a ese mundo perdido de Agartha.

                                 

Fueron los tibetanos los primeros en imaginar el reino de Shambhala, una tierra más allá del Himalaya, de bosques de sándalo y lagos cubiertos de lotos blancos, con palacios de plata y cuyos habitantes eran bellos, ricos y virtuosos y donde vivían millones de brahamanes dedicados a la lectura de las antiguas escrituras de la India. Convertida al budismo, Shambhala alcanzó, finalmente, la perfección. Shambhala fue fagocitada por las mitologías occidentales y la idea de un reino escondido en el Himalaya, gobernado por maestros iluminados, nunca ha perdido poder de convicción. Estas teorías no son simplemente un ejercicio de inofensiva imaginación, sino que han sido sostenidas por personajes influyentes y llegado a millones de seguidores en todo el mundo. Como Madame Blavatsky, ocultista y fundadora del movimiento esotérico llamado Teosofía (1875), una especie de mezcla sincrética de religiones con pretensiones de espiritualidad universal, destinado a llevar a la humanidad a un reino de paz y armonía. Su pretensión sería explicar la evolución cósmica, planetaria y humana, fundiendo en un todo armonioso la religión, la ciencia y la mitología. Al principio, abrazando la causa del Movimiento Espiritista, luego repudiándolo, la Blavatsky se convirtió en una especie de gurú manteniendo discusiones acerca de los misterios de Egipto y Oriente, en un torrente de especulaciones místicas que aglutinaron todas las quimeras esotéricas de la época, y cuyos escritos habrían sido pretendidamente dictados por un hindú muy alto que se le aparecería cada vez que empezaba a escribir. Como aspiraba a reconocimiento por parte de sectores académicos, y como en el siglo XIX los fenómenos paranormales se investigaban y estudiaban por el mundo científico, no faltaron seguidores de este movimiento entre la élite científica. Pronto se orientó hacia la India, la verdadera fuente, y el Himalaya, tras el que se ocultaba el mundo de los Maestros, el Tíbet. La Blavatsky pretendió haber viajado a ese mundo y haber sido reconocida como una de las encarnaciones femeninas de Bodhisattva. Su Doctrina Secreta era un tratado sobre el origen de los hombres y su destino, un cóctel de pseudosabiduría tibetana y teorías evolucionistas que causó un enorme impacto. Los humanos habrían progresado a través de una serie de etapas de evolución, y cada etapa habría comportado la aparición de razas distintas: cientos de millones de años atrás, la primera de aquellas razas, de esencias espirituales, habitó la Isla Sagrada, y su reino fue engullido por el océano; la siguiente raza fue la de los hiperbóreos, que vivían en el Polo Norte y tampoco eran corpóreos, y su sistema de reproducción era el renacimiento espiritual; la tercera raza aparecería, hace dieciocho millones de años en un continente llamado Lemuria, esta sí con reproducción sexual, que se apareó con razas inferiores y que terminó en otro cataclismo de sangre y fuego y engullidos por las aguas; la cuarta raza habría aparecido ochocientos cincuenta mil años atrás, en otra isla, la Atlántida referida por Platón, habitada por gigantes espiritual y técnicamente desarrollados y, que, por el mal uso de esa tecnología, la isla se vio también engullida por el océano. Sin embargo, una élite sacerdotal consiguió escapar, retirándose al Himalaya, refugiándose en el reino perdido de Shambhala, y dando origen a una nueva raza, la de los arios.

                                    

Esa doctrina causó un impacto considerable, adquiriendo la teosofía una popularidad muy grande, especialmente en Alemania, que para muchos reconciliaba ciencia y fe, naturaleza y mito, y exhortaba a alejarse del cristianismo y a abrazar creencias más arias. Más de un siglo antes, los intelectuales y científicos alemanes habían hecho de la cuestión racial la piedra angular de su pensamiento. Los alemanes empezaron a venerar la India con el nacimiento de la lingüística comparada y darse cuenta de las afinidades estructurales del sánscrito con el griego y el latín, para concluir que las tres provenían de un tronco común, con superioridad de la primera sobre las otras dos. De ahí a concluir que la verdadera Historia nació en Asia y hablaba la lengua de la India. El mismo Schopenhauer promueve el interés por el budismo. Según Schlegel, la India habría sido la cuna de las primeras civilizaciones y el sánscrito la lengua de las élites de una raza de guerreros instruidos de la India del norte que habrían conquistado y civilizado el mundo, llegando a la misma Escandinavia. Esos arios o aristócratas fueron asimilados, pues, a los nórdicos europeos y a los alemanes, recibiendo, a partir de entonces, el nombre de indogermánicos o indoeuropeos. Hacia la época de la unificación alemana, el arianismo se encontraba en su nivel más alto, así como el odio de los alemanes a los judíos. Las teorías evolucionistas mal asimiladas dieron, finalmente, justificación científica a la supuesta superioridad indogermánica. La expansión imperialista alemana posterior, junto con el nacimiento de la antropología, se aliaron para rastrear en los confines del mundo la historia de la pretendida conquista aria y la búsqueda de la pureza racial, midiendo cráneos y demás caracteres antropológicos. Este ambiente, pues, se cruza con las teorías de Madame Blavatsky, convirtiendo la teosofía en una nueva religión, con una avalancha de sociedades ocultistas en Alemania, fascinadas por las runas y las esvásticas (antiguo símbolo de buena suerte que representaba la Rueda de la Vida en el Tibet), que odiaban a los judíos y buscaban una cultura pangermánica, y para quienes el origen del hombre ario se encontraba en el norte de la India, más allá del Himalaya.

En 1933 se instaló en Alemania una dictadura cuyos líderes habían absorbido gran parte de esas ideas pseudocientíficas, como por ejemplo el caso del Reichsführer Heinrich Himmler. Éste fundóla Ahnenerbe, cuyo cometido era la propagación de la raza aria. Himmler se había inspirado en la casta guerrera indú para crear las SS, odiaba el cristianismo como de origen judío y estaba fascinado por el Oriente y sus religiones. Desde la Anhenerbe enviaba a todos los rincones del mundo arqueólogos dispuestos a desenterrar los restos de las razas arias, midiendo cráneos y esqueletos, con el fin de demostrar que, en un pasado remoto, una batalla cósmica entre el fuego y el hielo había dado lugar a una raza de superhombres de la que todos los germanos puros descendían. Himmler promueve una expedición al Tibet en 1938 y pone al frente de ella a Ernst Schäfer con el fin de probar algunas de esas teorías. Algunos de los expedicionarios estaban convencidos de que en algún lugar de Asia Central vivían los parientes lejanos de la raza aria (sobre esta expedición véase el libro de Christopher Hale, La cruzada de Himmler, 2003).
                 

El Himalaya es también el lugar donde se ubica una de las utopías literarias con más repercusión en el siglo XX. Se trata de Shangri-La, el mítico enclave que describe James Hilton en Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1933) y llevado al cine en 1937 por Frank Capra. Si existe un nombre realmente evocador es éste. Tal vez existan palabras cuyo sonido haga vibrar por resonancia alguna fibra oculta del inconsciente. El protagonista, un hombre de paz en un mundo convulso por la guerra, es llevado a un enclave en el Himalaya, de clima benigno entre las montañas, ejemplo perfecto de gobierno basado en la sabiduría y donde reina la cultura y la espiritualidad del mundo. Sus habitantes gozan de gran longevidad y armonía entre ellos. Una versión del Paraíso terrenal. Se trata, una vez más, de la nostalgia de una Edad de Oro perdida, del Paraíso Perdido, presente en todas las culturas y religiones. En esa Edad de Oro, el hombre o una humanidad disfrutan de una espiritualidad plena: sin trabajos ni sufrimientos, con alimentos al alcance de la mano y en armonía con todo lo existente; pero, por una falta ritual, los hombres se enemistan con los dioses, perdiendo dicho Paraíso y la inmortalidad. Incluso en una época de supuesta racionalidad se puede rastrear ese Paraíso perdido en la teoría del buen salvaje de Rousseau.

Hoy, todas esas teorías están oficial y generalmente desprestigiadas, pero, algunas derivaciones perviven en determinados movimientos tipo New Age y supersticiones esotéricas, y no sabemos qué proporciones pueden adquirir en el futuro y a qué pueden conducir. Los mitos no son inofensivos. Al fin y al cabo, la credulidad humana es infinita.