Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

domingo, 21 de junio de 2015

JOYCE

Han trascurrido casi 100 años desde la aparición del Ulises de James Joyce, y desde entonces la novela no ha dejado de suscitar las más encendidas controversias en todos los aspectos que se puedan contemplar, desde los formales, puramente literarios, hasta los relacionados con la trama, con los personajes, con Dublín, con las múltiples referencias literarias, históricas, religiosas o políticas que conforman el impresionante caleidoscopio que Joyce nos presenta, pasando, como es natural, por las posibles relaciones entre los capítulos de la obra (personajes y situaciones) y los distintos cantos de la Odisea de Homero. Desde su publicación han sido legión tanto los detractores (Virginia Wolf), como los entusiastas (T. S. Eliot) del Ulises. Rechazado, de entrada, por lo que parecía ser una jerga incomprensible, descarnada, soez y procaz, tan contraria a la bien hablada e hipócrita sociedad de su tiempo a la hora de expresarse, tanto en papel como en otros soportes artísticos.
El mundo de Joyce es sórdido, caótico, pero sobre todo, es expresado de una manera nueva. No de manera directa, narrativa, de una forma lineal en la descripción de las ideas y de los hechos, de expresiones y frases, sino en forma paródica de la prosa clásica, de la literatura solemne, pero todo con estudiada incoherencia. De su pluma fluyen pensamientos aleatorios, tal como parecen venir a la cabeza. Joyce parece trasladar al papel el contenido de su inconsciente, de una manera natural y desprovista de convencionalismos (en una época en la que los escritores solían trasladar sus pensamientos de manera consciente), y ofrecer una fiel reproducción de sus pensamientos, divagantes y obsesivos, de todas las emociones, inhibiciones y represiones que pueblan su mente, lo cual ofrece al lector un nada halagüeño reflejo del mundo y de sí mismo: lleno de flaquezas y debilidades, de lujuria y podredumbre, porque el hombre, viene a sugerir, es el mismo en todos los tiempos, en todos los lugares y en todas las circunstancias, y todos los hombres son herederos de todos.
JAMES JOYCE
El Ulises ha generado y sigue generando ríos de tinta en una corriente incesante a lo largo de la centuria, por lo que cualquier pretendida aportación en unas pocas páginas resultaría pretenciosa e inútil. Pero sí, al menos, dejar una reflexión sobre un aspecto, ya reiterado hasta la saciedad, de porqué tal vez el 99 por cierto de los lectores que acometen su lectura, fuera del ámbito de los escritores, críticos y, en general, profesionales de la literatura o de la psiquiatría, son incapaces de seguir leyendo más allá del capítulo primero. Y nos estamos refiriendo a lectores con bastante capacidad lectora y cultural. ¿Cuál podría ser, pues, una posible explicación a tal rechazo, en una palabra, a su impopularidad? Talvez esa inversión de la escritura, ya comentada, en el contenido y en la forma, es lo que hace su lectura ardua e insoportable.
Hay que poner la obra en contexto histórico y tener presente que está escrita entre 1914 y 1921. Con la Gran Guerra en medio. Pero, ya desde principios de siglo, y aún con anterioridad, se están produciendo, impetuosamente, una serie de movimientos artísticos que se darán en llamar el nuevo arte y más tarde las vanguardias artísticas, y que todo el arte del nuevo siglo, el arte de vanguardia, tendrá una característica en común en el momento de su surgimiento y más allá: su impopularidad.
Frente al Romanticismo, que ha sido por esencia un estilo predominantemente popular, el nuevo arte tenía a la masa en contra: es por esencia impopular. Ortega ya constataba hacia esa fecha (La deshumanización del arte) dos actitudes frente al nuevo arte: una favorable, minoritaria, y otra desfavorable, mayoritaria (snobs aparte). La razón, aducía, es que a la mayoría no le gustaba, no porque no le gustase a pesar de entenderlo, sino que no le gustaba precisamente porque no lo entendía. Se daban, pues, dos tipos de público: el que lo entendía y el que no lo entendía, el entendido y el no entendido, lo cual implicaba una especial comprensión por una minoría especialmente dotada y el consiguiente rechazo de una mayoría por su implícita incapacidad para la degustación de la belleza. Se producía, pues, una irritación en la masa por ser un arte dirigido a una minoría dotada. El hombre común quedaba así, humillado, después de cien años Romanticismo, de alago al pueblo, como sujeto de todas las esencias históricas y toda legitimidad.
De modo que, cuando más acceso ha tenido el pueblo al disfrute de las obras culturales, resulta que sus expectativas se ven frustradas porque el arte se presenta nuevamente para minorías, como en el Antiguo Régimen, para los mejores que se destacan de la muchedumbre. Las creencias cada vez más igualitarias entre todos los hombres se ven aquí puestas en cuestión por esas minorías que se arrogan la capacidad del gusto y la comprensión de la obra de arte, de su goce estético. Por otro lado, la mayoría solo gustará de las formas artísticas que relacionen la obra de arte con las formas reconocibles de la vida, aunque es menester aceptar que esa identificación no es igual al goce estético. Todo el arte del siglo XIX ha pecado de realismo y la revolución del arte en el siglo XX ha sido la paulatina eliminación de ese realismo como imitación, de los elementos “humanos”, de modo que al final solo podría ser apreciado por una casta especialmente sensible: un arte para artistas.
Podríamos amplificar la cuestión diciendo que una característica del arte de siglo XIX, simplificando, es su realismo y su naturalismo. No es que todo el arte del XIX se identifique con realismo y naturalismo,  pero sí que existe una fuerte relación entre dichos conceptos y con lo que  podríamos llamar popularidad, entendiendo por tal la identificación del público, del receptor de la obra de arte, con los motivos expuestos: lo humano, la vida cotidiana, la alegría, el dolor, la tragedia. De hecho, constatamos, que a lo largo de todo el siglo XIX, en todas las artes, la forma va perdiendo paulatinamente su consistencia  y su seguridad. La línea se va perdiendo, incapaz de contener la materia. El color se va descomponiendo y alterando. Las distintas corrientes que van surgiendo chocan irreconciliables con las existentes, los nuevos artistas chocan contra lo establecido y lo académico, pero, aunque el estilo que innova aún tarda un tiempo en conquistar la popularidad, termina por ser aceptado, predominando finalmente su asociación con el binomio realismo/naturalismo. Es importante resaltar que se trata de una simplificación, ya que, no todo el arte de ese siglo es popular aunque sea realista ni todo el arte popular de ese siglo es naturalista o realista. En literatura las obras populares en el XIX son los folletines, producto de las nuevas condiciones urbanas y de consumo, del periodismo. No se puede decir que el folletín sea realista, aunque un gran realista como Balzac fuera folletinista, ya que los rasgos estilísticos del folletín son el exceso y lo “kitch”. Por otro lado, se produce un rechazo cuando el realismo/naturalismo se plantea radicalmente, como en el caso de Zola. Y en el campo plástico, se rechaza a Courbet frente al academicismo e historicismo. En resumen, lo que sí ha predominado es una narración en el discurso artístico aunque faltase ese realismo/naturalismo. Esa narración era común a todas las artes, pero, como es natural, preferiblemente en las expresamente narrativas, como la novela.
COURBET
Con el siglo XX se produce una radical reacción contra el arte anterior, contra la narración, perceptible en las artes plásticas, pero también en la música y en la literatura. Nuevas formas de pensar, nuevas mentalidades y nuevas sensibilidades requieren nuevas formas de expresión en el terreno estético y cualquier intento de hacer una obra de arte a imitación de las del pasado está destinada al fracaso, cosa que los artistas saben por instinto. El asco que siente el nuevo artista ante el arte del pasado es parecido al que siente alguien con cierta sensibilidad artística ante un museo de figuras de cera, porque arte y vida le parecen antagónicos. En cada época, sin excepción, los grandes artistas desbordan el estilo y la poética dominante, pero son deudores del arte vigente hasta entonces y se puede decir que cada revolución en el arte, que cada gran estilo surge del agotamiento del anterior.
Pero, de lo que caben pocas dudas, es de la brutal radicalización del nuevo arte. El mundo había sufrido una transformación completa desde el comienzo de la revolución industrial: las nuevas clases sociales, el maquinismo, los nuevos medios de transporte, la transformación de las ciudades (sustitutas de la naturaleza), los viajes, la colonización del resto del planeta, y, al final del siglo XIX y albores del XX, las innovaciones técnicas como la electricidad o el aeroplano, habían generado una sensación de velocidad y dinamismo en las transformaciones que se producían, que el lenguaje y los modos convencionales de expresar esa nueva realidad se habían tornado totalmente inadecuados.
POSTIMPRESIONISMO
Sorprendente es la solidaridad que cada época mantiene consigo misma en todas sus manifestaciones: un mismo estilo inspira todas sus manifestaciones artísticas, en la música, la pintura, la escultura, la literatura. Es lo que podríamos llamar el espíritu de los tiempos, el Zeitgeist hegueliano, que se podría ampliar a todas las manifestaciones humana del momento. En efecto, esa radical escisión en el campo artístico se produce también en otros terrenos, como en el social y en el político. Se rechaza la moral burguesa imperante hasta entonces (el convencionalismo asfixiante victoriano, que interpretaba todo en términos morales y espirituales, y para el que la gratificación de los sentidos era, por supuesto, pecaminosa),  empezando por los artistas, que son la avanzadilla de la cambiante mentalidad: Oscar Wilde, aunque ligado  artísticamente al simbolismo y al decadentismo, pondrá en cuestión la moral vigente y por ello sufrirá prisión y exilio.  En lo político, las nuevas mentalidades volverán la espalda a los sistemas burgueses parlamentarios vigentes, sentidos también como gastados, aunque los que se revelarían como sustitutos, los totalitarismos, traerían las consecuencias ya conocidas: Gabriel D´Annunzio, personaje decadente y amoral, sería uno de esos apóstoles de la violencia.
EXPRESIONISMO
El siglo XIX se había cerrado con el Impresionismo, el Neoimpresionismo y el Postimpresionismo, y en oposición, en el siglo XX, aparece el Fauvismo y el Expresionismo (1904) aunque los artistas y las obras que los representan se confunden a menudo. Fundamentalmente en estos últimos, que se pueden caracterizar por un empleo provocativo del color, predomina una visión interior del artista (la expresión) frente a la visión de la realidad (impresión). Se podría decir, incluso, que no hay una ruptura profunda entre todos esos movimientos, aunque Fauvismo y Expresionismo sean considerados los primeros exponentes de las llamadas vanguardias históricas. Pero, quien produce la ruptura definitiva con la pintura tradicional, con la perspectiva renacentista, es el Cubismo (1907), la tendencia esencial que dará pie al resto de las vanguardias europeas posteriores.
CUBISMO
En Italia, el Futurismo, que procede directamente del Cubismo, surge del manifiesto de Marinetti (1909). El futurismo recurría a cualquier medio de expresión, como las artes plásticas, la publicidad, la moda, la poesía, la música, el cine, para ensalzar sus temas favoritos: la máquina y el movimiento, la velocidad, la energía. En literatura, alentaba a no respetar la métrica, y buscar un léxico lleno de tecnicismos y barbarismos y plagado de exclamaciones y onomatopeyas que denotasen energía y libertad. Buscaba romper con la historia del arte y la quema de los museos y sus obras, por impedir que los artistas creasen sin ataduras históricas, y se glorificaba la guerra como medio para alumbrar un mundo nuevo (“la guerra es la higiene de los pueblos”) y hacer tabla rasa del pasado. Muchos se inmolarían voluntariamente en la Gran Guerra.
FUTURISMO
Otros, en cambio, estarían a buen recaudo en Zúrich, como el propio Joyce, a la sombra del Cabaret Voltaire, creando el Dadaísmo en plena guerra (1916): el Dadaísmo se rebela contra la razón positivista, contra las convenciones literarias, se burla del burgués y de su arte. Provoca al orden establecido cuestionando el canon literario y artístico, creando una especie de antiarte. De hecho, se definía como no arte. El Dadaísmo suele ser una sucesión de palabras, letras y sonidos a la que es difícil encontrarle lógica, expresándose mediante el empleo de materiales inusuales o planos de pensamiento mezclados que conllevan la rebeldía y la destrucción de todas las convenciones con respecto al arte, a la belleza eterna, de la inmovilidad del pensamiento, de los conceptos abstractos, de lo consciente. Para el Dadaísmo las fronteras entre arte y vida debían ser abolidas. Gran parte de lo que el arte actual tiene, como la mezcla de géneros y materias, y la utilización de material visual sacado de los medios de comunicación, propias del fotomontaje y el collage, vienen del Dadaísmo. Ya se ve que el propio Joyce no estaba al margen del fermento de su época.
DADAISMO
En resumen, se pone en cuestión el lenguaje narrativo hasta entonces empleado y que parecía dominar. Los artistas jóvenes rechazan agresivamente y con repugnancia el arte tradicional por considerar sus formas gastadas y agotadas. Wölfflin atribuía a la fatiga un mecanismo psicológico por el cual la mera repetición de un estilo embota la sensibilidad. La crisis de la representación narrativa del siglo XIX plantea la cuestión de la condición misma del arte, preocupación constante de las vanguardias estéticas. Se traslada el interés desde la imitación hacia la misma imagen, desde la narración hacia la visualización. Con el pensamiento captamos mediante ideas la realidad, pero entre las ideas y las cosas hay un abismo. Cuando intentamos aprehender el objeto mediante la obra artística, el círculo de lo real es mucho más amplio que lo pensado, que su concepto. La tendencia primera es creer que la realidad es lo que pensamos de ella, esto es, idealizamos la realidad, y eso es una falsificación. Pero si tomamos las ideas como lo que son, meros esquemas subjetivos, irrealidades, y nos proponemos realizar lo irreal, estaremos objetivando lo interno y lo subjetivo. Frente al pintor tradicional que pretende, mediante su obra, haberse apoderado de la realidad y lo único que ha hecho ha sido plasmar una porción, una selección caprichosa de la realidad, el pintor del nuevo estilo trata de pintar su idea, su esquema, y la obra de arte se convierte en lo que es: una irrealidad. Con el cubismo, el expresionismo, etc. el pintor en lugar de pintar cosas pinta ideas. El Cubismo fue una revolución porque centró su interés en la imagen, autónoma de la imitación, para ver el mundo con ojos distintos a los convencionales. Pero el propósito de los nuevos artistas no es fácil de concretar: se podrán pintar manchas al azar o combinar palabras sin nexo como en el experimento dadaísta, huyendo de la realidad y de lo natural, pero que lo construido logre sustantividad es  lo que lo seguirá definiendo como obra de arte. Pero, ¿por qué se pasa de la forma orgánica, viva, ornamental a la forma geométrica? (Siempre hablando de tendencias predominantes). Esa iconoclastia parece formar parte del rechazo. Desaparecida la ilusión de plasmar la realidad, el geometrismo suplanta a la línea mórbida. Otra pretensión (o consecuencia) del nuevo arte sería la desdramatización del mismo, la eliminación de la admiración cuasi religiosa por la obra de arte, de su transcendencia y solemnidad, y su deslizamiento hacia la ironía, la ingravidez, la puerilidad.
CUBISMO
Se pueden poner muchos ejemplos concretos de esas transformaciones que se van produciendo a lo largo del tiempo. En el terreno musical, frente a los melodramas del  XIX, óperas de Wagner y Verdi, por ejemplo, la nueva música de Debussy propone oír música serenamente, sin los arrebatos pasionales propios de aquéllos, esto es, propone su deshumanización, con lo que se asegura, de entrada, su impopularidad. La música de Debussy, que podemos llamar Impresionista, marca una dirección más experimental con sus nuevas pautas armónicas y su interés por los sonidos en sí mismos, sin referencias a la melodía. En el año 1913 se produce un hecho transcendental en la historia de la música y de la danza: el estreno en el Teatro de los Campos Elíseos de París (obra arquitectónica verdaderamente moderna y lejos del eclecticismo ostentoso imperante de imitación del pasado clásico) de la obra musical coreográfica La consagración de la primavera, bajo una enorme expectación. Espectáculo montado por el empresario judío Astruc (en la Francia antisemita del caso Dreyfus), con los Ballets Rusos de Diáguilev (defendía que el ballet contenía todas las formas artísticas), coreografía de Nijinski, y música de Stravinski. El escándalo fue espectacular por el choque de la nueva música, de la nueva danza y de sus entusiastas, contra los partidarios solemnes del arte con mayúsculas, de la danza como exhibición de monerías, pasos agradables y virtuosos y trajes encantadores. Con ese estreno, se ilustran muchos rasgos de la rebelión moderna: la hostilidad hacia las formas heredadas,  la fascinación por el primitivismo y en contra de la civilización, el vitalismo frente al racionalismo, la rebelión contra las convenciones sociales, y la introducción de la erótica en la danza, camino ya iniciado por Isadora Duncan. Todo ello fue considerado por la crítica convencional como afrenta al buen gusto de los parisinos (el escándalo ya se había anticipado en 1912 con el estreno de L’après-midi d’un faune de Debussy, sobre un poema de Mallarmé,  coreografiado y bailado por Nijinski, y rompiendo todas las reglas del gusto tradicional).
L’après-midi d’un faune
En el terreno poético, la poesía fue liberada de su carga de emociones privadas de buen burgués, de sus preocupaciones y ensoñaciones, de una cotidianidad apasionada, envuelta en patetismo. Con Mallarmé comienza a producirse el cambio, que terminará desembocando, con las vanguardias, en la situación ya descrita: la poesía se hace más etérea, se aleja de la vida y de su patetismo, es más pura. La metáfora ha sido el instrumento que predominó en la poesía para ennoblecer el objeto real, pero en la nueva inspiración poética al hacerse la metáfora sustancia y no adorno, aquella parece denigrar en lugar de ennoblecer la realidad. La metáfora se ha convertido en res poética.
Siempre con la esperanza de encontrar el mar,
Viajaban sin pan, sin bastones y sin urnas,
Mordiendo el limón de oro del ideal amargo.
(Mallarmé, de El infortunio)
Por otro camino, cambiando la perspectiva habitual, e invirtiendo la jerarquía, aparecen en primer plano los mínimos sucesos de la vida. Así, pues, la evasión de lo real puede alcanzarse destacando lo microscópico de la vida. Extremando el realismo se le supera, como en Proust o Joyce. Se cambia, pues, la perspectiva: de las antiguas formas monumentales del alma que describía la novela con su hondura psicológica, a la atención sin dramatismo por la estructura detallada y minuciosa, se diría entomológica, de los sentimientos y de los caracteres, de la precisión y frialdad geométrica, alcanzando así lo universal, y que, inevitablemente, nos recuerdan el Cubismo. Proust con su En busca del tiempo perdido (1908-1922) renovó la técnica del narrador en primera persona, cuando la conciencia se transformó en el instrumento de expresión de la experiencia, de acuerdo con una nueva visión del individuo.
Es indudable la influencia de Joyce en la literatura del siglo XX, directa o indirectamente. ¿O todos los autores posteriores han bebido de las mismas fuentes, han tenido las mismas influencias o han vibrado todos con la misma caja de resonancia? ¿O todo al mismo tiempo? Veamos unos pocos ejemplos de claras similitudes: John Dos Passos, el escritor americano de la llamada generación perdida, crea una obra artesana y variable en la que busca nuevos métodos de captación, talvez inducidos por el cine y la publicidad. En Manhatan Transfer (1925), considerada la novela de N.Y. (el sonido, el olor y el alma de la ciudad), es una mezcla de textos, collages, impresiones, anuncios, conversaciones, un mecanismo que resulta ya familiar en el Ulises. Crea la técnica contrapuntística que más tarde llevará Aldous Huxley a su más elevada expresión: el gran número de sus protagonistas y sus circunstancias se barajan hábilmente sin perder su unidad. Le seguirá entre 1930 y 1936 su famosa trilogía: una técnica magistral que combina en hábil contrapunto los sucesos narrados. Un retablo a la manera de Balzac. Al final de cada capítulo se incluye un noticiario de recortes periodísticos del momento (El ojo-cinematográfico), canciones populares y sucintas biografías de personajes populares de la época, escritos bajo un automatismo inconsciente surrealista.
T. S. Eliot: para algunos el mejor poeta del siglo XX. Eliot conoció a Joyce en 1920 y, al parecer, le causó una fuerte impresión el manuscrito del Ulises. Vemos en él la aparición de metáforas nuevas, vulgares y lóbregas, como las calles sucias medio desiertas o los hoteles baratos. Nihilismo y desilusión en The Waste Land (1925, La tierra baldía) en una síntesis de contrastes sobre la vida de la ciudad, de imágenes rotas, de  mezcla de todos los recursos imaginables. Desolación y alienación que nos hace recordar los cuadros de Hoper. Texto hecho con trozos de otros textos (literatura de literatura). El tiempo es la palabra que le perseguirá permanentemente. En Four Quartets puede leerse:
El tiempo presente y el tiempo pasado
quizá estén ambos presentes en el tiempo futuro,
Y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado.
Si todo tiempo es eternamente presente
Todo tiempo es irredimible.
Imposible no ver en los anteriores versos el sentido temporal que Joyce nos transmite, concentrando en un solo día la trama de su novela, y aún, en un instante, la historia de la humanidad o del universo entero.
Faulkner: en El sonido y la furia (1929), se muestra desnuda la desolación, la decadencia y la corrupción. Consta de cuatro partes correspondientes a cuatro fechas narradas por personajes diferentes desde cuatro ángulos distintos y cuatro lenguajes estilísticos. Como en Joyce se abre a todos los recursos que le sean necesarios. Los tres primeros se cerrarán con un monólogo como el de Molly, que cierra el Ulises de Joyce. Como en la obra de Joyce, las cuatro narraciones son como cuatro versiones de un mismo hecho que se esclarece cada vez más. Faulkner ha sabido crear un orden con ese material disperso y un profundo sentido de unidad, rompiendo la disposición de la novela tradicional del andamiaje de espacios para descripción y diálogo, suprimiendo la reiteración en la descripción de acciones (-Preguntó fulano-,  -Exclamó mengano-) en un afán de suprimir todos los recursos posibles y dejar la narración en su expresión más íntima, casi un poema.  Así, en ausencia de un tiempo concreto, el texto parece tener ecos de Joyce, pero también de Eliot.
Cela: por mencionar a un escritor cercano, valga el apretado e interminable monólogo de San Camilo, 1936, de una dureza expresiva descarnada. Muestra una sucesión de frases cortas, ensartadas en otras más largas, con una técnica de economía de medios expresivos al servicio de la narración que, a diferencia del monólogo de Molly del Ulises, sí presenta puntuación.
El tiempo hace que los estilos artísticos innovadores y que chocan en principio con lo establecido y lo convencional, terminan, aunque tarden un tiempo, por ser aceptados, por acomodarse al ojo del espectador y formar parte de su manera de contemplar el mundo. Conquistan la popularidad, en los términos ya expuestos. No todos. El siglo XX aún sigue envuelto en confusión: el arte ha seguido produciendo multitud de estilos, que oscilan entre lo figurativo y lo abstracto, y que sólo el arte de la primera mitad de siglo parece disfrutar de general aceptación. Aún está por desvelarse una visión más esclarecedora del arte más reciente. Sin embargo, el Ulises sigue siendo inabordable por el común de los mortales. Retomamos, aquí, la pregunta del comienzo: ¿por qué sigue siendo impopular, cien años más tarde, si su lenguaje ya ha sido parcial o totalmente asimilado por los lectores a través de sus sucesores literarios? ¿Por sus fatigosas 900 páginas de densas referencias carentes muchas veces de significado para los lectores? ¿O es que, simplemente, fue un inmenso laboratorio experimental literario, fabulosa cristalización de las inquietudes y necesidades artísticas de su tiempo, destructor cáustico de los estilos y modos de escribir que parodia, que aniquila la literatura precedente, y del que se han ido extrayendo hallazgos e inventos expresivos para la literatura posterior, quedando la obra de Joyce únicamente para el estudio de la literatura y para los fetichistas de su obra? Si fuera así, el paso del tiempo hará cada vez más difícil su lectura, ya que las palabras van perdiendo su significado y las referencias se harán cada vez más lejanas.

domingo, 6 de abril de 2014

PIGMALION

Pigmalión era rey de una colonia fenicia en Chipre, como describe Ovidio en sus Metamorfosis. Bien convencido de que la maldad hace nido en el corazón de toda mujer, bien porque no encontrase compañera que respondiese a sus expectativas, Pigmalión vivía célibe. Tal vez fuese uno de esos individuos a los que Marañón puso como prototipo a Amiel: destinado a la soltería por no encontrar la mujer ideal capaz de enamorarle. Cuando, de repente, Pigmalión se decidió a poner en práctica sus cualidades de artista y comenzó a fabricar una figura femenina de marfil, con la intención de dotarla de tal perfección como no se hubiese visto nunca en mujer de carne y hueso. El marfil era el material que los antiguos consideraban el más afín a la carne humana; de hecho, las estatuas de los dioses se hacían de marfil con ropajes de oro (crisoelefantinas). Pigmalión logró su propósito tan completamente que la estatua pareció adquirir vida. No tardó en enamorarse de su obra y con ello el deseo de poseer aquel cuerpo que besaba y acariciaba y al que le hablaba como si pudiera escucharle. En el día de la fiesta de Afrodita Pigmalión pidió a la diosa que insuflase vida a su muñeca de marfil, y las señales que recibió le confirmaron el éxito de su invocación. Pigmalión corrió a su casa a abrazar a su obra, infundiéndole calor y venciendo su rigidez al amasarla y modelarla con sus dedos, como la cera ablandada por los rayos del sol, para adaptarla a su conveniencia. La historia tuvo un final feliz, ya que la estatua vivificada (nombrada Galatea en fecha desconocida) dio a luz una niña que se llamó Paphos, y así se llamaría la isla de Chipre, lugar de nacimiento de Afrodita.
Ernest Normand,
Pigmalión y Galatea, 1886

La historia de Pigmalión ha sido ampliamente transmitida y representada en las artes y las letras a través de los siglos, principalmente desde el Renacimiento: pintura, escultura,  literatura (poemas, novelas, obras teatrales), música, ópera, ballet y, finalmente, cine. Generalmente como inspiración de obras, a veces apenas disfrazadas, otras casi irreconocibles, y en cantidades tan ingentes que haría falta un tratado enciclopédico para dar cuenta de tan abultada descendencia. Sobre todo desde el siglo XIX, en el que el mito se populariza de forma imparable, pero adoptando unos caracteres psicológicos diferenciados de los anteriores claramente adheridos al mito clásico. Es el siglo de la revolución industrial y científica, del movimiento Romántico, que utilizará a Pigmalión como escusa para ahondar en sus propios anhelos y visión del mundo.En 1818 se publica Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. La idea surge en unas vacaciones de la autora en el lago Lemán, en compañía de su marido el poeta Shelley, Lord Byron y el médico Polidori (véase la película Remando al viento de Gonzalo Suárez, 1988). Es una novela de terror gótica, propia del Romanticismo. Pero la idea básica es la creación de la vida a partir de la materia inerte, como en el mito clásico. El científico Frankenstein crea su criatura monstruosa a partir de fragmentos de cadáveres diseccionados y le insufla vida gracias a la electricidad captada de un rayo canalizado a través de sus aparatos. La electricidad, como ciencia, estaba en sus albores, y eran frecuentes las teorías científicas extravagantes, pero aceptadas, que le atribuían la facultad de generar vida espontáneamente o de revivir cuerpos ya inertes (recuérdese el experimento de Galvani de la contracción de la pata de rana al ser sometida a una corriente eléctrica). El ser creado por el científico escapa a su control y crea alarma y rechazo en la humanidad, que lo repudia por su aspecto monstruoso. Esto le lleva a una serie de crímenes, para, finalmente, perecer, al igual que su creador. Aquí podemos atisbar reminiscencias roussonianas, en el sentido de que el hombre sería por naturaleza bueno y la sociedad lo pervierte. La mayor diferencia con el mito clásico no radicaría entre la bella Galatea y el monstruo de Frankenstein, sino entre la intervención de la divinidad (Afrodita) para dar vida a aquella y la del científico para dar vida a éste mediante la ciencia, aún no despegada del todo de la magia y la alquimia. El final no es feliz como en el mito clásico, y plantea una cuestión de moral científica como la creación y la destrucción de vida y la arrogancia del hombre en su rivalidad con el Dios creador. De hecho, el subtítulo de la obra, El moderno Prometeo nos remite al mito griego según el cual, Prometeo, el creador de la humanidad, que creó el hombre a partir de la arcilla, y transmisor de todas las arte útiles, robó el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres, cosa que Zeus le había negado. Como castigo Zeus encadenó a Prometeo en una montaña, donde un buitre le arrancaba trozos del hígado, suplicio que no terminaba nunca porque el hígado volvía a crecer. El de Prometeo sería otra elaboración del mito de la separación entre la humanidad y la divinidad, por medio del conocimiento, y el castigo que ello acarrea. Frankenstein se puede considerar, pues, una alegoría de la perversión que puede traer el desarrollo científico y del uso irresponsable de la tecnología.
El mismo siglo siente pasión por el maquinismo y, en concreto, por los autómatas, capaces de imitar a los humanos mediante mecanismos sofisticados, o sea, imitadores de vida. Incluso eran mostrados en espectáculos ambulantes. En 1817 (nótese la simultaneidad con Frankenstein) se publica el relato de terror gótico de Hoffmann El hombre de la arena o El arenero (Der Sandmann). Se narra la historia de Nathanael, que se enamora de una autómata, Olimpia, creada por el profesor Spalanzani, creyendo que era real. Desde su niñez, en Nathanael habían persistido reminiscencias relacionadas con la muerte de su padre y vinculadas a la leyenda del arenero. El arenero era la amenaza con que se atemorizaba a los niños que se portaban mal, en cuyo caso venía y arrojaba arena a sus ojos, arrancándoselos y llevándoselos a sus hijos que se los comían a picotazos (una especie del hombre del saco). De sus fijaciones infantiles también persistían inconscientemente las visitas de un tal Coppelius a su padre, cuya muerte, como consecuencia de sus experimentos, es asociada por Nathanael con Coppelius y a éste con el arenero. Coppelius ya perseguirá siempre a Nathanael de forma psicótica. Ya como estudiante, se encuentra con un óptico ambulante italiano, Coppola, que le ofrece “ojos” en su lenguaje imperfecto (otra vez el arenero). El terror infantil que le domina se desvanece cuando comprende que lo que le ofrece son gafas. Pero le compra un catalejo con el cual espía la casa vecina del profesor Spalanzani, y es cuando se enamora de la bella Olimpia, que no es más que una muñeca automática y que Coppola ha provisto de ojos. El estudiante presencia una disputa en la que Coppola se lleva la muñeca y el profesor recoge los ojos “ensangrentados” de Olimpia del suelo. Esto se junta con los recuerdos de la muerte del padre, del supuesto causante de su muerte Coppelius y de la leyenda del arenero, cayendo en una crisis de locura. Con posterioridad, Nathanael se arrojará de lo alto de una torre a la que se había subido, al divisar, por el anteojo, la figura de Coppelius entre la gente aglomerada abajo. Una variación del siniestro cuento de Hoffmann es el ballet Coppelia del músico Léo Delibes, estrenado en 1870. La historia trata de un inventor, el Doctor Coppelius que tiene una muñeca danzante de tamaño real, tan realista, que un pueblerino se enamora de ella dejando a su verdadero amor. Pero aquí, la historia tiene, en cambio, un carácter festivo y superficial.
                               
Como se ve, el siglo XIX se inaugura con una inmersión en lo siniestro. Es una consecuencia del advenimiento del Romanticismo, movimiento fundamentalmente anglo-alemán. En él se produce una alteración radical del concepto de Belleza, caracterizada ésta por el orden, la armonía, la mesura, lo limitado y la proporción, y se pasa a la categoría estética de lo Sublime, que Kant explorará en su Crítica del juicio, haciendo compatible la infinitud y la desmesura con la perfección. El sentimiento doloroso, mezcla de angustia y temor frente a la desmesura de la Naturaleza, se torna en placer por la aprehensión de lo informe y desmedido por medio de la Razón kantiana y en virtud de la sensibilización de lo infinito. Ese fondo ideológico de Kant es el que el Romanticismo tratará de elevar a categoría artística. La Belleza será ya la encarnación de lo infinito en lo finito. Esa divinidad velada, que desde el abismo, desde el corazón de las tinieblas se nos asoma, se revela como lo siniestro. En alemán siniestro se dice unheimlich, que es el antónimo de heimlich, que significa lo íntimo, familiar, hogareño, confortable, pero heimlich también significa secreto, oculto, misterioso, clandestino, y de estas acepciones ya no es antónimo. Lo siniestro sería a la vez unheimlich y heimlich. Sería algo que fue familiar y llegó a ser inhóspito, algo que al revelarse muestra su faz siniestra, algo que debiendo permanecer oculto, en palabras de Schelling, produce, al revelarse, el sentimiento de lo siniestro. Freud en su libro Lo siniestro (Das Unheimliche), nos da su conceptualización, y nos lo asocia con la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado sea, en efecto, viviente. Tal el caso  de las figuras de cera, de los autómatas, de las muñecas, de las estatuas que cobran vida: esa ambivalencia que produce un sentimiento de promiscuidad entre lo orgánico y lo inorgánico, llegando, turbadoramente, a lo más hondo del erotismo. También aluden a lo siniestro los descuartizamientos, las amputaciones, especialmente de órganos íntimos y delicados (heimlich), como los ojos o el sexo. Tal el caso de Olimpia y el relato del arenero. Importancia cobrarán los ojos, interpretados por Freud como inconsciente miedo a la castración. Freud sugiere que lo siniestro se da cuando lo fantaseado por el sujeto, de forma autocensurada se produce en lo real, o sea, la realización de un deseo íntimo y prohibido.
Ahora bien, para preservar el efecto artístico de la obra de arte (pintura, narración) de la presencia de lo siniestro, lo real y lo imaginario deben hilvanarse en una mezcla de ambigüedad y sabiduría, para mantener a lo siniestro velado y en forma de ausencia. Cobra significación el aforismo de Rilke, de que “lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”. Según el gran ensayo de Eugenio Trías, “lo bello sin referencia metonímica a lo siniestro, carece de fuerza y vitalidad para poder ser bello…, lo siniestro presente sin elaboración y sin metáfora… destruye el efecto estético…, y la belleza es un velo… a través del cual debe presentirse el caos”. Tal vez una de las obras de arte más famosas de todos los tiempos pueda servir de perfecto ejemplo de lo anterior: El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli. El cuadro nos presenta a Venus (la Afrodita griega) en el momento primordial de su nacimiento de la espuma del mar, producto de la castración de Urano, el dios de los cielos. Es la Afrodita Urania, nacida sin madre. Urano, según Hesíodo, fue castrado por su hijo Cronos, con su famosa hoz. Cronos arrojó los testículos de Urano al mar y del semen esparcido por las olas surgió la espuma marina de la que nació la Venus Celestial, la Belleza originaria. Venus está de pie, desnuda y con los cabellos desplegados, en un movimiento suspendido, en la concha marina que flota sobre la espuma y rodeada de flores y animalitos. A la izquierda el viento Céfiro está a su tarea de empujar con su soplo la concha hacia la orilla, y a la derecha la Primavera corre a ofrecer un manto de flores para tapar la desnudez de Venus, en el instante mismo de su nacimiento. Es ese instante de belleza lo que constituye el velo que nos tapa esa escena siniestra y cruel de la castración que estaría en el origen mismo de la diversificación del Uno. Esto es, Afrodita sería la primera encarnación del principio creador, Urano, concebido como Dios Padre. Pero, El Nacimiento de Venus es una obra del Renacimiento, en la que todavía se encuentra intacto el velo que nos encubre el abismo ontolólico que se encuentra detrás, y es la razón por la que atrae magnéticamente al que la contempla, atracción a cargo, únicamente, del inconsciente.

El nacimiento de Venus, Botticelli, 1480

Pero, a partir del siglo XVIII-XIX, ese velo comienza a presentar agujeros, rasgaduras, que dejan entrever fugazmente eso que estaba antes ausente, lo más recóndito de la vida, su núcleo ancestral y secreto, el núcleo inconsciente de lo simbólico, y hacen peligrar el efecto estético por caminar el arte por el borde vertiginoso de una navaja. Desde entonces no se ha dejado de recorrer esa senda cada vez más peligrosa, explorando las catacumbas del psiquismo mediante nuevas categorías estéticas, como lo macabro, lo demoníaco, lo excremental, una estética inaugurada por Kant, y aunque éste había puesto como límite el asco para mantener en su sitio el efecto estético, en la actualidad parece haberse sobrepasado dicho límite.

                  
La galería de criaturas alumbradas por el hombre a imitación del Dios bíblico es interminable. El Golem es en la mitología judía un ser animado fabricado a partir de materia inanimada. Scholem, en su obra La Cábala y su Simbolismo, escribe que el golem es una figura que cada treinta y tres años aparece en la ventana de un cuarto sin acceso en el gueto de Praga. La palabra Golem también se usa en la Biblia y en la literatura talmúdica para referirse a una sustancia embrionaria o incompleta. Las primeras historias sobre golems se remontan al principio del judaísmo. Los golems habrían sido creados por rabinos ilustres, personas creyentes y poderosas por su acercamiento a Dios y, como tales, capaces de crear vida. Como Adán, el golem es creado a partir del barro, insuflándole después una chispa divina que le da la vida, de manera que la creación de Adán es descrita en un principio como la creación de un golem. Sin embargo, el golem sería solamente una sombra del creado por Dios, ya que, entre otras cosas, el golem carecería de alma y no tendría la capacidad de hablar. El relato más famoso hace referencia a Judah Loew ben Bezalel, un rabino del siglo XVI, al que se le atribuye haber creado un golem para defender al gueto de Praga de los ataques antisemitas, así como para atender al mantenimiento de la sinagoga. Aparecía en 1847 en una colección de relatos judíos. De acuerdo con la leyenda, el golem fue hecho de la arcilla de la orilla del río Moldava y traído a la vida tras realizarse los rituales y conjuros prescritos en hebreo. Cuando el golem creció más, también se puso más violento y empezó a matar a las personas y a difundir el miedo. Al rabino Loew le prometieron que la violencia en contra de los judíos cesaría si el Golem era destruido. Para destruir el golem, eliminó la primera letra de la palabra "Emet" de su frente para formar la palabra hebrea que representaba la muerte. La leyenda ha ido cambiando dramáticamente con el tiempo, pasando a convertirse el golem en la creación de místicos ambiciosos que inevitablemente serían castigados por su blasfemia, muy similares al Frankenstein de Mary Shelley. Notoria es la novela de Gustav Meyrink, El Golem, de 1915, basada en los relatos anteriores, y que dio lugar a la película de cine mudo de 1915, dirigida por Paul Wegener.
Es el cine, el gran arte del siglo XX, el arte en la época de la reproductibilidad técnica, el que ha tomado el relevo de la literatura siniestra y perturbadora en el imaginario del gran público, y logra extraer el efecto de belleza de situaciones dolorosas y angustiosas. En la película Las manos de Orlac (Mad Love) de Karl Freund (1935), interpretada por Peter Lorre, aparece un personaje obsesivo llamado Doctor Gogol que se enamora de una actriz, lo cual le llevará a robar su efigie de cera para contemplarla en su estudio. La actriz lleva a su marido a Gogol para que éste le recomponga las manos que le han sido amputadas en un accidente, el cual le implanta unas de un condenado a muerte, que cobrarán vida propia y asesinarán sin control. Saltando por encima de la argumentación hasta el final, la actriz es descubierta en el apartamento de Gogol, y para ocultarse finge ser la figura de cera que es su doble. Al descubrirse, Gogol cree, enajenadamente, que su amor ha vuelto a la vida y es muerto antes de matarla, por no ser correspondido. Se repiten los arquetipos ya familiares: la muñeca de cera, el doble de la amada, la doble personalidad de Gogol, el amor psicótico, las amputaciones, el erotismo reprimido, y otra vez Freud con su asociación entre la duda de que un ser u objeto sin vida esté animado o de que un ser aparentemente animado esté vivo.
Se aludirá también al mito de Pigmalión cuando alguien trate de moldear la personalidad de otro a su conveniencia o gusto. Podríamos, pues, entroncar con el mito la película inaugural del expresionismo alemán, El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene (1920), en el que un doctor de un hospital psiquiátrico en compañía de su fiel e hipnotizado Cesare, está vinculado con una serie de crímenes en un pueblo de montaña alemán. La idea inicial de los guionistas era denunciar la actuación del Estado alemán durante la Gran Guerra: Caligari induciría a un sonámbulo a cometer asesinatos del mismo modo que el Estado alemán inducía a un pueblo dormido a perpetrar crímenes, que de hecho se consumarían en la 2ª guerra mundial. El guión se modificaría por los productores, resultando, no obstante, una obra maestra de lo que se llamaría una “vuelta de tuerca” en el cine. Historia en la línea macabra e inquietante de todo lo expuesto.
                                   
La misma alusión anterior de moldeado de la personalidad, se puede hacer a la obra de teatro Pigmalión de George Bernard Shaw (1916), pero con una semblanza festiva y amable, en las antípodas de lo anterior. La obra comienza con el profesor de fonética Higgins, un soltero empedernido, tomando notas en la salida del Covent Garden y tropezando con una florista, Eliza Doolite, de lengua vulgar y dicción detestable. Higgins apuesta con un amigo que en seis meses podrá hacer de la vulgar florista una dama de modales y habla impecables. Por casualidad, Eliza aparece para tomar clases de dicción y comienza el adiestramiento del personaje. No se trató aquí de dar vida a un ser inanimado, como en el mito clásico, sino de moldear a una criatura viva con una nueva mente, insuflarle, metafóricamente, una nueva vida y dotarla de una personalidad de acuerdo con su nuevo “creador”. La transformación tiene lugar y los dos personajes se enamoran, aunque no puedan vivir juntos. Eliza terminará casándose con otro personaje de la obra. Naturalmente, Eliza era un diamante en bruto, ya que, de lo contrario, difícilmente hubiera podido ser pulido. Una versión de la obra se llevaría al cine musical con gran éxito en los años 60, My Fair Lady dirigida por George Kukor y protagonizada por Rex Harrison y Audrey Hepburn. Nadie mejor que la Hepburn para encarnar a esa crisálida transformada en mariposa, cuya eclosión se produce al ser presentada en sociedad en las carreras. Hollywood fue más benévolo en su final que la obra original en el suyo, destinando Eliza al profesor. En la realidad es dudoso que alguien tenga éxito en el modelado de la personalidad de otro, salvo en circunstancias enfermizas.
Otra película de gran éxito, que podemos considerar una secuela de la anterior, es Pretty Woman, protagonizada por Richard Gere y Julia Roberts. Aquí, una prostituta callejera es contratada por un “tiburón” financiero, cuyo cometido es liquidar sin piedad empresas en dificultades, para acompañarle durante su breve estancia en el lugar. Para ello dota a la protagonista de ropas caras, le enseña a comer, a moverse, a comportarse… y se produce la transformación, que se hace patente cuando, llevada a la ópera, derrama lágrimas al oír un aria de ópera (Tosca?). Como se ve, todo muy superficial y sin grandes complicaciones. Los dos se enamorarán y se producirá, de rebote, una humanización del personaje sin escrúpulos. Una redención por el amor en ambos sentidos. Versión libre, además del mito clásico, del cuento de la Cenicienta.
Dejando al margen los últimos ejemplos, paréntesis anecdóticos, no es posible dejar de hacer mención a la gran obra de Alfred Hitchcock, heredera de la tradición expresionista alemana y freudiana, y que sintetiza como ninguna el trasfondo legendario y onírico de mitos como Pigmalión, Tristán u Orfeo y Eurídice. Especialmente en la mejor de sus obras: Vértigo, en la que se dan, en una sabia mezcla, todos los elementos y motivos aquí expuestos, característicos de lo siniestro, como por ejemplo los ojos, omnipresentes, reales o metafóricos (también presentes en filmes como Psicosis o Los pájaros), pero cuyo análisis escapa a este espacio. 
La influencia de la creación de todo tipo de monstruos de laboratorio, mágicos o científicos, se hará sentir en los androides o robots a lo largo del siglo XX, tendencia inaugurada con el robot antropomorfo femenino de Metrópolis (1927) de Fritz Lang, y herederos de los autómatas del siglo anterior, pero perfeccionados por el avance de la técnica. Metrópolis es una distopía (utopía con caracteres negativos) urbana futurista. El filme se desarrolla en el año 2026, en una ciudad-estado de enormes proporciones. La sociedad se ha dividido en dos grupos antagónicos y complementarios: una élite de propietarios, que viven en la superficie, viendo el mundo desde los grandes rascacielos y paisajes urbanos, y una casta de trabajadores que viven bajo la ciudad y que trabajan sin cesar para mantener el modo de vida de los de la superficie. Se inicia una rebelión cuya alma es una carismática líder llamada María. Para contrarrestar la rebelión, el dirigente de Metrópolis encarga un robot a un científico, con apariencia humana, con objeto de suplantar a María y sabotear sus planes; pero el científico, por venganza, invierte el propósito y convierte al robot en el promotor de la destrucción de la ciudad. La destrucción afecta a los propios trabajadores que, buscando venganza, queman al robot pensando que era María. Cuando descubren la verdad persiguen al creador del robot y le dan muerte. Así, una vez más, el creador y su obra son destruidos. La película tiene un trasfondo ideológico interesante que escapa a este análisis.
Imposible terminar sin hacer mención a Blade Runner de Ridley Scott (1982) y protagonizada por Harrison Ford. La película describe un futuro en el que humanos artificiales son fabricados mediante ingeniería genética, a los que se denomina replicantes. Idénticos físicamente a los humanos, aunque con mayor agilidad y fuerza física, pero careciendo de la misma respuesta emocional y empatía, son empleados como esclavos en trabajos peligrosos en las colonias exteriores de la Tierra. Los replicantes fueron declarados ilegales en el planeta Tierra tras un sangriento motín ocurrido en el planeta Marte, y un cuerpo especial de la policía, los Blade Runners, se encarga de identificar, rastrear y matar (o “retirar”) a los replicantes fugitivos que se encuentran en la Tierra, un modelo Nexus-6 que tiene una vida limitada a cuatro años como salvaguarda contra su desarrollo emocional inestable. Estos son: Roy, un comando, León, soldado y obrero, Zhora, una trabajadora sexual entrenada como asesina, y Pris, un modelo básico de placer. Tenemos, pues, al ser humano como creador de una criatura artificial, su doble, que se rebela contra su creador, al que destruye (sacándole los ojos!) por querer ser persona real  y no poder prolongar su vida, y que es destruido a su vez; y al protagonista humano Rick Deckard, que se enamora de una replicante. Es una de las películas de ciencia ficción mejor escritas que, una vez más, muestra las implicaciones éticas que conlleva el dominio de la ingeniería genética. El hecho de que estos seres acaben por atacar a sus creadores, en todos los ejemplos expuestos, se puede interpretar como una suerte de advertencia ante el uso irreflexivo de fuerzas “mágicas” que acaban por rebasar las intenciones del creador y se vuelven incontrolables.
¿Por qué esta persistencia en el tiempo de la fascinación por ciertos mitos, en este caso el de Pigmalión? Freud daría una respuesta a esta pregunta: pese a las diferencias históricas y culturales a lo largo del tiempo, subsistirían idénticas estructuras antropológicas referentes a nuestros deseos inconscientes y a las fantasías que generan, enmascaramiento simbólico según mecanismos propios de nuestro psiquismo inconsciente, y que se hacen patentes en nuestros objetos culturales, como folklore, arte, mitos, religión, etc. Son esos deseos inconscientes arcaicos y ancestrales, convertidos en tabúes y expulsados de nuestra consciencia, los que retornan espectralmente en clave siniestra. Ahora bien, aunque retornan una y otra vez, lo hacen en clave distinta, y la clave de los últimos dos siglos, desde que a partir de la modernidad el hombre occidental ha sufrido una escisión, un desgarramiento debido a las contradicciones de no poder superar la tensión de un tiempo que pregona un progreso infinito que le otorgará felicidad, está en correspondencia con unas sociedades que han destapado lo más fétido de sus cloacas y como anuncio de lo que habría por venir. No es extraño que las grandes cuestiones, una y otra vez controvertidas, sean temas relativos a la vida: aborto, infanticidio, eutanasia, genocidio, pena de muerte, experimentos genéticos, creación artificial de vida… temas que nos retrotraen y nos enfrentan a las prohibiciones de los tiempos míticos de la Creación en todas las religiones, en la matriz de aquellas estructuras antropológicas mencionadas.

Jorge Luis Borges
                       
                             

               
                                          
                     
                                 
Vértigo de Hitchcock (La doble Madeleine)

                                           

                  




martes, 25 de febrero de 2014

EUROPA Y EL ISLAM - S. VIII

Una de las ideas centrales de la obra de Henry Pirenne, Las ciudades de la Edad Media (de la obra Las ciudades y las instituciones urbanas), es la que, con ocasión del empuje islámico sobre Occidente, provoca el derrumbe en poco tiempo de la sociedad hasta entonces vigente y su forma de entender el mundo, fuertemente enraizada sobre las bases de la Antigüedad. Es lo que Pirenne llama punto de ruptura, a partir del cual el orden tradicional de Europa sufre una desviación en su evolución histórica debido a la invasión musulmana.
La invasión del Islam (Oriente próximo, norte de África y España), tuvo un carácter de cataclismo y supuso el cierre del Mediterráneo en el s. VIII. Por supuesto no se produce una ruptura brusca con el pasado, puesto que la invasión fue detenida, salvo en España, y sólo una ocupación como la que tuvo lugar aquí hubiera podido borrar todo vestigio cultural, pero sí fue lo suficientemente importante como para que surgiera un nuevo orden autóctono, base de la Europa medieval.
Podemos decir que Europa, con anterioridad al siglo VIII, enraizada con la tradición romana, arrastraba, sin embargo, una existencia lánguida, producto del derrumbamiento del Imperio a cuya órbita pertenecía, y del establecimiento de nuevas unidades territoriales: los reinos germánicos. Estos pueblos germánicos no buscaban la destrucción del mundo romanizado, sino que codiciaban constituir sus propios Estados a orillas del Mediterráneo, generalmente aprovechando las estructuras sociales y culturales existentes, aunque, eso sí, destruyendo la estructura política romana. Así, en España se da la consolidación del reino visigodo, no sin grandes dificultades, durante 200 años, para ser borrada de golpe por la invasión en el 711. En el Reino de los francos (la mayor parte de Francia y Alemania actuales), también después de más de 200 años de luchas por el territorio y en disputa con la nobleza, la invasión musulmana fue detenida por Carlos Martel, Mayordomo del rey franco, en Poitiers en el 732.
Con anterioridad a la invasión musulmana, las ciudades y el comercio tampoco tenían la pujanza de otros tiempos, aunque debían su existencia a las relaciones entre el continente y el Imperio bizantino (la mitad oriental del Imperio romano aún en pie), a través del Mediterráneo. Por supuesto, las principales ciudades de Europa estaban en el sur, tanto por tradición como por proximidad a Bizancio, el nuevo foco que irradiaba civilización y atracción.

Coronación de Carlomagno

Con el cierre del Mediterráneo esta situación cambiará: Europa se quedará aislada. El centro de gravedad de la cultura, de la política y del comercio pasará del sur al norte. Cesa el comercio en torno a Marsella como puerta del Mediterráneo y subsiste en torno al Mar del Norte con las dimensiones que le son propias. Se cambia la dinastía franca: los carolingios (desde el 751, con Pipino, hijo de Carlos Martel, el vencedor de Poitiers) sustituyen a los merovingios. Con Carlomagno, hijo de Pipino,  se produce la casi unificación del “Imperio romano” de occidente, salvo algunas regiones, como la mayor parte de España, pero incorporando otras más allá del Rin. Carlomagno es nombrado Emperador Romano por el Papa. El centro de gravedad se traslada al norte, a orillas del Rin. El Imperio carolingio ya es continental, mientras que el merovingio aún era marítimo. El Mediterráneo es únicamente escenario de piratería, de razias y de saqueos. Se produce un breve renacimiento bajo la nueva dinastía, quizá debido a todas estas circunstancias cambiantes, con una aparente continuidad de la tradición imperial (los lazos con el Imperio bizantino estaban rotos) y cierto renacer de la cultura de corte clásico, y que acabará por hundirse definitivamente con el naufragio general de la economía y la desarticulación del Imperio a la muerte de Carlomagno. En efecto, la situación no puede ser más desastrosa: el poco comercio en el norte cae con las invasiones normandas; la reforma del sistema monetario, con el abandono del patrón oro, atestigua la desaparición de este metal de la Galia, signo inequívoco de la inexistencia de comercio internacional a gran escala, producto, a su vez, de la existencia de un Estado continental sin salidas; el comercio es insignificante y desaparecen la clase comerciante y la población urbana; la economía se vuelve esencialmente agrícola, desaparece el monetarismo por completo y la única fortuna consiste en bienes raíces; el único medio de producción, la tierra, y el trabajo, el rural. Nos encontramos con una economía doméstica, sin mercados.

Capilla palatina de Aquisgrán

Pero, el cierre del Mediterráneo también afectará de rebote al mundo islámico. La ausencia de flujos comerciales de ida y vuelta afectarán, igualmente, a las ciudades sirias. Después del primer siglo fulgurante de conquistas, la descomposición se hará notar. Y, así, se resentirá el Jalifato de Damasco y la dinastía omeya dará paso a la de los abásidas en el 750, que establecen la capital en Bagdad en el 762, nuevo centro de gravedad del comercio con Asia y Extremo Oriente. La Persia sasánida que había sido conquistada hacia el 640, concentrará ahora el poder del nuevo Jalifato. Resulta curiosísimo el paralelismo entre los inicios de las dinastías carolingia y abásida. Aquella comienza en el 751, asentándose en el norte de Europa, y llegando a su punto álgido con Carlomagno alrededor del 800. La abásida nacerá en el 750 y llegará a su punto culminante con Harun Al-Rashid (el jalifa de las Mil y una noches), también alrededor del 800.
                                         
En el terreno social y político, estos cambios en la economía tuvieron consecuencias drásticas y de largo alcance: por lo pronto, el colapso en la administración por no poderse pagar a una clase de funcionarios y no poder, consiguientemente, asegurarse su fidelidad. Esto dio lugar a la necesidad de encontrar funcionarios entre los que proporcionaran servicios gratuitos, solo posible en la aristocracia, porque aunque esos servicios no fueran remunerados, sí lo eran indirectamente, ya que se daba a esa aristocracia instrumentos de poder que ejercían en provecho propio. Y aquí reside, como causa inmediata, la descomposición del Estado franco: el haber dado instrumentos de poder o delegación de poder  a un grupo cuyo principal interés es la disminución de ese poder (esto puede considerarse una ley histórica). Este poder fragmentario, en una sociedad ruralizada, es el que dará lugar a la aparición de la Organización Señorial y del futuro Régimen Feudal. No se puede decir, sin embargo, que este estado de cosas sea enteramente nuevo, ya que existían con anterioridad estructuras sociales de parecidas características, producto de la descomposición del Mundo Antiguo, solo que ahora serán predominantes y generalizadas.
Así, pues, vemos que el desenlace, con la aparición de la Organización Señorial, de todo este proceso descrito, no es fruto de una evolución orgánica, sino de circunstancias exteriores. En otras palabras, que sin la invasión del Islam y sin el paulatino aislamiento del Estado franco, no hubiera sido posible la aparición generalizada del Régimen Señorial. Simplemente, la evolución “natural” de la Europa de aquel tiempo nos hace pensar, tal vez, en una prolongación indefinida de las condiciones de vida existentes, con más o menos altibajos, arrastrando Occidente una vida casi sin pulso, sin motor interno, hasta que otras condiciones externas hubieran dado lugar a otro punto de ruptura; o un relanzamiento general a partir de la consolidación de los reinos germánicos finalmente asentados. Pero las cosas ocurrieron de la forma descrita, el Islam no tuvo impulso para seguir expansionándose más en Occidente en el siglo VIII, pero fue suficiente para que Europa se encontrase en pleno siglo IX sumida en un estado total de desorden y anarquía.
                          
Ahora bien, todo estado de anarquía y desorden debe conducir y conduce a un nuevo orden, puesto que en un estado permanente de desorden la vida acaba por desaparecer, y si la vida continua es que el orden ha sido restablecido. Pero, un orden nuevo, no el anterior. Así, en lo económico, una economía de subsistencia; en lo productivo, una ruralización de la sociedad; y en lo social, un Régimen Señorial, con una sociedad estratificada a la cabeza de la cual se encuentra una clase de guerreros especializados. Y este nuevo orden fue lo suficientemente afortunado como para llegar al siglo X en medio de una estabilidad relativa. En primer lugar las amenaza externas son contenidas: a comienzos de siglo se detiene el avance de los escandinavos (se conforman con Normandía y se dedican a actividades comerciales después de su expansión por el norte de Europa y por las regiones eslavas) y de los eslavos en el Elba; y, a mediados de siglo, son contenidos los húngaros en el valle del Danubio. También hay que notar una cierta recuperación de la población europea, y, por fin, se alcanza una relativa paz en las guerras privadas que sostienen entre sí los Señores locales. Es ahora, en este estado de cosas, cuando empieza a notarse el resurgir de una nueva actividad comercial e industrial, que irá creciendo, al comienzo, lentamente, y luego, de forma casi incontenible, durante los siglos siguientes. Y, del mismo modo que la desaparición del comercio en el siglo VIII dio lugar a la caída del orden asentado, es el comercio el que, después de la aparición del nuevo orden, dará alas a la vida de Occidente y vivificará sus venas. No obstante, el nuevo crecimiento de la renovada sociedad europea solo será posible por la ausencia de enemigos poderosos a su alrededor: el Islam y Bizancio se encuentran en franca decadencia y no aparece en el horizonte ninguna potencia ni civilización amenazadora. Esto permitirá a un Occidente revitalizado, incluso las aventuras expansivas del siglo XII (Cruzadas).
                           
Se ha afirmado con anterioridad, sin más, que la causa de la recuperación del tejido vivo europeo fue el resurgimiento del comercio, pero es preciso hablar de sus características y las causas de su aparición. La nueva actividad comercial tiene posibilidad por la apertura de nuevas rutas comerciales. Aparece, pues, un nuevo agente externo, pero esta vez para favorecer un desarrollo de la sociedad europea medieval. Aunque ahora, sí parecen ser una evolución natural, solo que estimulada por factores exteriores. Por todas partes aparecen síntomas de un aumento del comercio y de prosperidad general. Y estos son dos factores recurrentes que, no olvidemos, se alimentan mutuamente.
Dos son los focos en torno a los cuales hay una cristalización de la actividad comercial: Venecia y el Mar del Norte. En el primer caso, esta ciudad, que estaba dentro de la órbita bizantina, se constituyó en una pieza importante del engranaje del comercio del Mediterráneo oriental (en manos bizantinas), y en el suministro a la metrópoli de materias primas. La influencia de Venecia se hizo notar en su entorno, y, en concreto, en la llanura del Po, donde pronto otros focos comerciales empezarían a surgir. En el segundo caso, el impulso lo darían los escandinavos: son estos los que, expandiéndose por el Mar del Norte y, sobre todo, por la ruta del Dnieper, en tierras eslavas, hasta el Mar Negro, y por la ruta del Volga hasta el Mar Caspio, crearían el Reino de Rusia, con capital en Kiev (los eslavos llamaban rusos a los escandinavos), y canalizarían el comercio bizantino y árabe hasta el Mar del Norte, en el que pronto surgiría un poderoso centro comercial y más tarde industrial en Flandes, lugar estratégicamente situado. De manera que, poco a poco, estas dos zonas de progreso económico, el norte de Italia y Flandes, irán extendiendo su influencia sobre el resto del  continente. En el siglo XI se produce la ruptura de la vía comercial rusa debido a la invasión de los pechenegos, pero las ciudades italianas ya habían conseguido romper la hegemonía árabe en el Mediterráneo occidental, y Occidente ya pudo lanzarse a la ofensiva: al finalizar el siglo se produce la 1ª Cruzada.
Tapiz de Bayeux
El aumento del comercio y de la industria corre paralelo a la creación de las ciudades. Al comenzar la época carolingia, éstas no existen propiamente ya que los núcleos que pudieran llamarse así, carecen de población burguesa y organización municipal. Son, eso sí, ciudades episcopales, ya que subsisten como circunscripciones diocesanas en las antiguas ciudades romanas. Son estas ciudades episcopales y las fortalezas (burgos) que crearon en el siglo IX los condes territoriales, las que servirán, según sus valores estratégicos y de comunicación, andando el tiempo, como puntos de cristalización alrededor de los cuales se formarán las verdaderas ciudades. Y la creación de las ciudades y de la nueva clase social, los burgueses y sus instituciones, serán las que vayan minando paralelamente el sistema señorial o feudal. El campo irá cada vez más orientándose hacia las ciudades y se creará una nueva relación de dependencia entre burgueses y campesinos, introduciéndose una nueva concepción del trabajo, andando el tiempo, de servil a libre.
Es pues, razonable pensar, que sin el cierre del Mediterráneo por la invasión islámica, Occidente hubiera podido ahorrarse unos cuantos siglos antes de despegar como civilización autónoma, una vez renovado el Imperio romano decadente por la aportación de la sangre nueva de los bárbaros del norte, y su centro de gravedad estaría más al sur y menos girado hacia el mundo anglo-sajón. Se podría argüir, por el contrario, la importancia de la aportación de la cultura árabe en Occidente, como es lugar común, pero hay que pensar que la cultura árabe de los primeros tiempos es vicaria, deudora de la de los Imperios bizantino y persa a los que conquistó. Eso sí, con la forma alterada por la imposición del árabe, única lengua del Corán, la nueva religión, y por la mentalidad esencial de los habitantes del desierto.