Confuto, latín, "refutar, convencer, rebatir"
Confutación, "impugnación convincente de la opinión contraria"
(en el prólogo de la 1ª parte de El Quijote)

domingo, 25 de agosto de 2013

AGARTHA

La Tierra es hueca. La que sigue es una de las teorías más alucinantes de cuantas hayan tenido lugar, que ya es decir. Agartha es el mito de un mundo subterráneo y secreto que habría existido en el interior del planeta, cuya denominación y descripción comenzó a difundirse a finales del siglo XIX y, que, con sus múltiples variantes, habría sido fundado por personajes legendarios en épocas remotísimas. Sobre esto no hay consenso: unos ponen sus orígenes en padres (gurús) fundadores hace cientos de miles de años (!); otros en semidioses venidos de Venus o almas venidas de otros planetas que ayudaron a construir las grandes civilizaciones y se emparejaron con los terrícolas. Más tarde, para huir de las destrucciones del exterior (Atlántida, Diluvio, etc.) se metieron en el interior de la tierra construyendo túneles y ciudades subterráneas. 

Aquí se juntan los mitos de todas las religiones y leyendas en una mezcla esotérica difícilmente digerible, de modo que es casi imposible poner un poco de orden a tanto despropósito. Para estos divulgadores, cuyos nombres no merece la pena destacar, en el reino misterioso de Agartha no existe el mal ni el crimen. Allí mora el Rey del Mundo o Brahmatma, que predice y dirige la marcha de los acontecimientos mundiales. Ese reino tiene accesos distribuidos por el mundo entero y estaría formado por varios continentes, océanos, montañas y ríos. Shamballa sería su ciudad central. En otros textos se habla de «los más ancianos», una antigua raza inmensamente inteligente y científicamente avanzada que pobló la Tierra millones de años atrás, antecesores del homo sapiens y que luego se cobijó bajo tierra. Aunque permanecen generalmente a distancia del mundo superficial, de vez en cuando se han sabido ofrecer a la humanidad para aportar crítica constructiva.

En cuanto a su estructura, el planeta Tierra sería hueco, con una corteza de unos 800 km de espesor y las entradas hacia el interior estarían ocultas y se encontrarían en lugares estratégicos y aislados para impedir el acceso a los visitantes externos. Muchas se encontrarían escondidas debajo de las aguas de los océanos, lagos, o volcanes. Habría algunas también en el Brasil, en la vastísima selva que arropa al Río Amazonas o en Siberia, en el Desierto de Gobi. De hecho, se encontraría una entrada aún virgen a pocos metros de profundidad entre las piernas de la Esfinge de Guiza, en Egipto (!). Las minas del Rey Salomón sería otra de esas entradas. La entrada principal se efectuaría a través del Polo Norte y habría otra más pequeña en el Polo Sur. En el centro de la Tierra existiría un pequeño Sol, muy débil, que proporcionaría luz perpetua a ese mundo de continentes y mares pegados a la parte interna de la corteza terrestre.

                             

¿Qué es lo que impediría que esos continentes y mares y todo lo que en ellos se contiene cayeran hacia el centro y, por tanto, hacia el Sol interior? Pues, nada menos que la gravedad, esto es, si la corteza tiene 800 km de espesor, el centro de gravedad de la corteza estaría supuestamente a 400 km de la superficie exterior y, por tanto, todo lo que estuviera pegado a la superficie interior sería atraído por ese centro de gravedad y, en consecuencia, no se caería hacia el centro de la Tierra. Lo que no sabía esa tribu de iluminados y sí cualquier estudiante elemental de Estática (rama de la Física), además de contradecir todas las teorías físicas y astronómicas en vigor, es que el centro de gravedad de una esfera hueca coincide con el de una esfera sólida, esto es, su centro geométrico, y, en consecuencia, todo se colapsaría hacia ese centro.

Hay que reconocer que semejantes disparates pueden tener un potencial notable desde el punto de vista literario. En 1864 se publica la novela de Julio Verne Viaje al centro de la Tierra. Losexpedicionarios hallan la entrada en un volcán de Islandia y llegan a un mundo como el de la Tierra“exterior” en eras pasadas, con animales y plantas gigantescos. El estadounidense Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán, también lleva a éste a ese mundo interior al que llama Pellucidar (Tarzan at the Earth’s Core, 1930), haciendo entrar al protagonista a través del agujero del Polo Norte a bordo de un dirigible. Allí se encuentra con animales prehistóricos y razas de hombres y homínidos, resultado de una especie de evolución análoga a la sucedida en la Tierra “exterior”, pero desfasada en el tiempo. En otra historia, con otro protagonista, el método de acceso al mundo interior es una especie de vehiculo-excavadora que va perforando hasta encontrarse con la cara interior de la “corteza” terrestre. Aparte de lo literario, existen otras referencias, sospechosamente apócrifas, que dan cuenta de la supuesta visita de algunos viajeros a ese mundo perdido de Agartha.

                                 

Fueron los tibetanos los primeros en imaginar el reino de Shambhala, una tierra más allá del Himalaya, de bosques de sándalo y lagos cubiertos de lotos blancos, con palacios de plata y cuyos habitantes eran bellos, ricos y virtuosos y donde vivían millones de brahamanes dedicados a la lectura de las antiguas escrituras de la India. Convertida al budismo, Shambhala alcanzó, finalmente, la perfección. Shambhala fue fagocitada por las mitologías occidentales y la idea de un reino escondido en el Himalaya, gobernado por maestros iluminados, nunca ha perdido poder de convicción. Estas teorías no son simplemente un ejercicio de inofensiva imaginación, sino que han sido sostenidas por personajes influyentes y llegado a millones de seguidores en todo el mundo. Como Madame Blavatsky, ocultista y fundadora del movimiento esotérico llamado Teosofía (1875), una especie de mezcla sincrética de religiones con pretensiones de espiritualidad universal, destinado a llevar a la humanidad a un reino de paz y armonía. Su pretensión sería explicar la evolución cósmica, planetaria y humana, fundiendo en un todo armonioso la religión, la ciencia y la mitología. Al principio, abrazando la causa del Movimiento Espiritista, luego repudiándolo, la Blavatsky se convirtió en una especie de gurú manteniendo discusiones acerca de los misterios de Egipto y Oriente, en un torrente de especulaciones místicas que aglutinaron todas las quimeras esotéricas de la época, y cuyos escritos habrían sido pretendidamente dictados por un hindú muy alto que se le aparecería cada vez que empezaba a escribir. Como aspiraba a reconocimiento por parte de sectores académicos, y como en el siglo XIX los fenómenos paranormales se investigaban y estudiaban por el mundo científico, no faltaron seguidores de este movimiento entre la élite científica. Pronto se orientó hacia la India, la verdadera fuente, y el Himalaya, tras el que se ocultaba el mundo de los Maestros, el Tíbet. La Blavatsky pretendió haber viajado a ese mundo y haber sido reconocida como una de las encarnaciones femeninas de Bodhisattva. Su Doctrina Secreta era un tratado sobre el origen de los hombres y su destino, un cóctel de pseudosabiduría tibetana y teorías evolucionistas que causó un enorme impacto. Los humanos habrían progresado a través de una serie de etapas de evolución, y cada etapa habría comportado la aparición de razas distintas: cientos de millones de años atrás, la primera de aquellas razas, de esencias espirituales, habitó la Isla Sagrada, y su reino fue engullido por el océano; la siguiente raza fue la de los hiperbóreos, que vivían en el Polo Norte y tampoco eran corpóreos, y su sistema de reproducción era el renacimiento espiritual; la tercera raza aparecería, hace dieciocho millones de años en un continente llamado Lemuria, esta sí con reproducción sexual, que se apareó con razas inferiores y que terminó en otro cataclismo de sangre y fuego y engullidos por las aguas; la cuarta raza habría aparecido ochocientos cincuenta mil años atrás, en otra isla, la Atlántida referida por Platón, habitada por gigantes espiritual y técnicamente desarrollados y, que, por el mal uso de esa tecnología, la isla se vio también engullida por el océano. Sin embargo, una élite sacerdotal consiguió escapar, retirándose al Himalaya, refugiándose en el reino perdido de Shambhala, y dando origen a una nueva raza, la de los arios.

                                    

Esa doctrina causó un impacto considerable, adquiriendo la teosofía una popularidad muy grande, especialmente en Alemania, que para muchos reconciliaba ciencia y fe, naturaleza y mito, y exhortaba a alejarse del cristianismo y a abrazar creencias más arias. Más de un siglo antes, los intelectuales y científicos alemanes habían hecho de la cuestión racial la piedra angular de su pensamiento. Los alemanes empezaron a venerar la India con el nacimiento de la lingüística comparada y darse cuenta de las afinidades estructurales del sánscrito con el griego y el latín, para concluir que las tres provenían de un tronco común, con superioridad de la primera sobre las otras dos. De ahí a concluir que la verdadera Historia nació en Asia y hablaba la lengua de la India. El mismo Schopenhauer promueve el interés por el budismo. Según Schlegel, la India habría sido la cuna de las primeras civilizaciones y el sánscrito la lengua de las élites de una raza de guerreros instruidos de la India del norte que habrían conquistado y civilizado el mundo, llegando a la misma Escandinavia. Esos arios o aristócratas fueron asimilados, pues, a los nórdicos europeos y a los alemanes, recibiendo, a partir de entonces, el nombre de indogermánicos o indoeuropeos. Hacia la época de la unificación alemana, el arianismo se encontraba en su nivel más alto, así como el odio de los alemanes a los judíos. Las teorías evolucionistas mal asimiladas dieron, finalmente, justificación científica a la supuesta superioridad indogermánica. La expansión imperialista alemana posterior, junto con el nacimiento de la antropología, se aliaron para rastrear en los confines del mundo la historia de la pretendida conquista aria y la búsqueda de la pureza racial, midiendo cráneos y demás caracteres antropológicos. Este ambiente, pues, se cruza con las teorías de Madame Blavatsky, convirtiendo la teosofía en una nueva religión, con una avalancha de sociedades ocultistas en Alemania, fascinadas por las runas y las esvásticas (antiguo símbolo de buena suerte que representaba la Rueda de la Vida en el Tibet), que odiaban a los judíos y buscaban una cultura pangermánica, y para quienes el origen del hombre ario se encontraba en el norte de la India, más allá del Himalaya.

En 1933 se instaló en Alemania una dictadura cuyos líderes habían absorbido gran parte de esas ideas pseudocientíficas, como por ejemplo el caso del Reichsführer Heinrich Himmler. Éste fundóla Ahnenerbe, cuyo cometido era la propagación de la raza aria. Himmler se había inspirado en la casta guerrera indú para crear las SS, odiaba el cristianismo como de origen judío y estaba fascinado por el Oriente y sus religiones. Desde la Anhenerbe enviaba a todos los rincones del mundo arqueólogos dispuestos a desenterrar los restos de las razas arias, midiendo cráneos y esqueletos, con el fin de demostrar que, en un pasado remoto, una batalla cósmica entre el fuego y el hielo había dado lugar a una raza de superhombres de la que todos los germanos puros descendían. Himmler promueve una expedición al Tibet en 1938 y pone al frente de ella a Ernst Schäfer con el fin de probar algunas de esas teorías. Algunos de los expedicionarios estaban convencidos de que en algún lugar de Asia Central vivían los parientes lejanos de la raza aria (sobre esta expedición véase el libro de Christopher Hale, La cruzada de Himmler, 2003).
                 

El Himalaya es también el lugar donde se ubica una de las utopías literarias con más repercusión en el siglo XX. Se trata de Shangri-La, el mítico enclave que describe James Hilton en Horizontes perdidos (Lost Horizon, 1933) y llevado al cine en 1937 por Frank Capra. Si existe un nombre realmente evocador es éste. Tal vez existan palabras cuyo sonido haga vibrar por resonancia alguna fibra oculta del inconsciente. El protagonista, un hombre de paz en un mundo convulso por la guerra, es llevado a un enclave en el Himalaya, de clima benigno entre las montañas, ejemplo perfecto de gobierno basado en la sabiduría y donde reina la cultura y la espiritualidad del mundo. Sus habitantes gozan de gran longevidad y armonía entre ellos. Una versión del Paraíso terrenal. Se trata, una vez más, de la nostalgia de una Edad de Oro perdida, del Paraíso Perdido, presente en todas las culturas y religiones. En esa Edad de Oro, el hombre o una humanidad disfrutan de una espiritualidad plena: sin trabajos ni sufrimientos, con alimentos al alcance de la mano y en armonía con todo lo existente; pero, por una falta ritual, los hombres se enemistan con los dioses, perdiendo dicho Paraíso y la inmortalidad. Incluso en una época de supuesta racionalidad se puede rastrear ese Paraíso perdido en la teoría del buen salvaje de Rousseau.

Hoy, todas esas teorías están oficial y generalmente desprestigiadas, pero, algunas derivaciones perviven en determinados movimientos tipo New Age y supersticiones esotéricas, y no sabemos qué proporciones pueden adquirir en el futuro y a qué pueden conducir. Los mitos no son inofensivos. Al fin y al cabo, la credulidad humana es infinita.